El sentido común del amigo americano

Juan Carlos Varela Vázquez

OPINIÓN

Trump durante una reunión bilateral con el presidente ruso Vladimir Putin en la cumbre de líderes del G20 en Osaka (Japón) en junio del 2019.
Trump durante una reunión bilateral con el presidente ruso Vladimir Putin en la cumbre de líderes del G20 en Osaka (Japón) en junio del 2019. Kevin Lamarque | Reuters

18 mar 2025 . Actualizado a las 09:42 h.

Si hace cuatro años nos hubieran preguntado qué países representaban el mayor riesgo para el orden internacional liberal, habríamos respondido que Rusia por su imperialismo revanchista, China por su agresividad comercial y militar e Irán, patrocinador del terrorismo global. Pero nadie habría pensado en Estados Unidos y su «revolución del sentido común» desatada por Donald Trump.

 

En 1776 el político Thomas Paine escribe un libelo de 48 páginas titulado Sentido común, para espolear la revolución norteamericana contra la corona británica e instaurar un orden democrático y un mundo nuevo. El panfleto es patrimonio espiritual de la nación.

Hoy Trump alardea del sentido común compartido con Putin, aunque no sea la primera vez que EE.UU. establece un alineamiento geoestratégico con potencias que desafían su poder.

En 1972, Nixon rompe 22 años de abierta hostilidad aliándose con la China roja de Mao para neutralizar a la URSS en plena Guerra Fría. En 1987, Reagan y Gorbachov reducen el armamento nuclear acelerando las políticas del glasnost y la perestroika que demolieron el comunismo en la Europa del este.

Nixon y Reagan priorizaron la defensa y expansión del mundo libre. Trump, no.

Su América primero quiebra la historia estadounidense y europea. En las ruinas de 1945, Norteamérica deja en Europa 400.000 muertos y un Plan Marshall de 12.000 millones de dólares, que transforman una tierra baldía en un continente próspero y libre. En 1951 unas naciones pequeñas y medianas europeas acuerdan vivir bajo un proyecto antiimperialista para no volver a enfrentarse jamás.

El sentido común de Trump y Putin representa lo contrario: una visión imperialista donde las grandes potencias pactan entre ellas sobre territorios y fronteras. Hablamos de poder y de ideología. Ambos pretenden someter la universalidad de los derechos humanos a sus intereses, mientras urden la imposición gradual de un orden autocrático.

Por eso Trump destina una retórica expansionista a Canadá, Groenlandia, Canal de Panamá o a los minerales raros de Ucrania reforzando a Putin, que busca devolver a Rusia el statu quo de superpotencia mundial que Roosevelt y Churchill reconocieron a Stalin en Yalta en 1945.

¿Y... Europa?

Tiene más historia, extensión y habitantes que EE.UU. Dispone del tercer PIB mundial, la segunda mayor participación en el comercio global y según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, el segundo ejército con más militares del mundo, el primero en equipamiento bélico terrestre y naval y el segundo en equipamiento aéreo. Es un gigante que se comporta como el elefante de Bucay, inmovilizado por una pequeña estaca.

Pero es hora de despertar. El amigo americano es indiferente a nuestro destino y, quizás su llegada, como la de los bárbaros de Kavafis, sea en cierto modo una solución.

Para alcanzarla, tendremos que aprender a estar unidos, a domar a nuestros caballos de Troya internos y a trabajar coordinados. No será fácil.

Por eso recuerdo las palabras de Marco Aurelio sobre Roma en Gladiador: «Una vez hubo un sueño llamado Europa, solo podías susurrarlo... a nada que levantabas la voz se desvanecía. Tal era su fragilidad».