
La encrucijada en que se ha metido Europa, apenas sin proponérselo, con el profundo cambio que se está materializando en el orden mundial requiere una rápida respuesta para preservar los valores, la cohesión y la propia seguridad de la Unión Europea. Sus valores —aun con todas las imperfecciones que se quieran citar— son los más avanzados que hay en el mundo; su cohesión es la construcción más preciada desde el final de la Segunda Guerra Mundial; y su seguridad —incluso para los antibelicistas— es el soporte esencial de todo lo anterior.
Todo eso está en peligro.
El giro que ha dado Estados Unidos desde la ascensión de Trump quizá sea reversible tras él, pero ahora, en solo dos meses, está quebrando todas las políticas de alianza y lealtad que se fraguaron entre las democracias, y ha dejado a Europa al albur de decisiones arbitrarias. Los aranceles pueden hacer colapsar economías; la falta de compromiso con los organismos internacionales puede desincentivar hasta la cooperación en materia sanitaria, y la involución en la OTAN representa un riesgo muy elevado de desprotección.
Mientras el nuevo y desconocido Estados Unidos mira hacia dentro, otros miran hacia fuera. China amenaza con ahogar sectores industriales prevalentes en la economía occidental, y Rusia, presa del sueño de la vieja URSS, acrecienta sus ansias expansionistas. ¿Hacia dónde? Hacia Europa. Hacia nosotros.
Por eso es tan urgente prepararse para el mundo que viene. Sin embargo, mientras todos ven cómo ha cambiado el escenario mundial, pocos tienen voluntad de ponerse de acuerdo. En la Unión Europea algunos países eluden el compromiso y otros le dan largas, mientras los del norte viven ya la amenaza en sus fronteras. Y en España el panorama no puede ser más preocupante. Por tres razones: una, porque la coalición en el Gobierno sostiene una cosa y su contraria; dos, porque aumenta la disgregación parlamentaria, con fuerzas nacionalistas como el BNG presentando mociones para que el país abandone la OTAN; y tres, porque la oposición del PP, sin altura de miras, no es capaz de encontrar su sitio. En lugar de pensar en qué es bueno para Europa, prefiere pensar en qué es malo para Sánchez.
Muy lejos de la política española está el ejemplo que acaba de dar Alemania, donde tres ideologías bien distintas y opuestas (conservadores, socialdemócratas y verdes) se han unido en un acuerdo para cambiar su Constitución y aumentar el gasto en defensa. En España, la fragmentación parlamentaria y gubernamental ha impedido hasta ahora tanto elegir lo que es mejor para el país como dar una clara muestra de solidaridad con los europeos del norte, que sería lo pertinente después de todo el apoyo económico que han recibido de ellos los europeos del sur. Así debería verlo el Ejecutivo al completo. Y también el líder de la oposición, Núñez Feijoo, a quien por coherencia política le correspondería asumir un papel de liderazgo en España para sumarse a la defensa europea.
También Galicia aparece afectada por el nuevo escenario y las nuevas necesidades. Y, desde luego, está en condiciones de aportar, especialmente en los ámbitos de la construcción naval y la tecnología, con empresas públicas y privadas que son punteras en defensa y seguridad. Es una oportunidad no desdeñable para su industria. Pero, sobre todo, es una obligación con el futuro de Europa. Un futuro en el que España tiene que implicarse.