
Debe de haber algo de cierto en lo que dicen por ahí de que los adultos somos niños obsoletos. O si no poca explicación tiene que cada dos por tres me vengan a la mente episodios de la niñez. Sobre todo de mi amigo Manolo. Empezamos juntos la escuela. De pequeño, él tenía una cicatriz en la cabeza y contaba que le había pasado la rueda por encima del carro (sic). En una ocasión, en vez de hacer cuentas, dibujábamos camiones y tractores en nuestras pizarras de mano. Llegó la maestra y él, pícaro, los borró antes de que se los viese, pero a mí me los pilló en todo su esplendor. Nos peleamos unas cuantas veces e hicimos las paces otras tantas. Una tarde, jugando al fútbol, me dio una patada. Yo, iracundo, emprendí una persecución. Él dejó un zapato atrás y saltó el canal de un molino. Al ver que no lo alcanzaba, di un puntapié al escarpín, que acabó en el fondo del río. Tuvieron que llevarlo a casa en bicicleta al quedar descalzo. Aunque su madre jamás me lo reprochó, cada vez que la veía no era capaz de mirarla a los ojos. Nos internaron en el seminario, pero no coincidimos en el aula. Una tarde escuché desde mi habitación cómo en clase leía en alto una redacción mientras el tren pasaba cansino al lado de Fontiñas. De jóvenes regresábamos de las verbenas andando y en pandilla. Pero el tiempo y la vida nos fueron alejando. Ya apenas nos vemos. Con el transcurrir de los años adquirió formas de bonachón, siempre abonado a la sonrisa. Semeja incapaz de hacer daño a nadie y, en verdad, así lo creo. Debe ser cierto eso que dicen por ahí de que tú puedes olvidarte de la infancia, pero la infancia no se olvida de ti. Es difícil explicar cómo se han llevado todos aquellos tiempos a la nada.