
Los dioses ya no guerrean con los gigantes como en el friso de Pérgamo. Ahora pelean los humanos en su nombre. Y hasta matan, si viene al caso. No dudan en empuñar el hacha bien afilada en nombre de la justicia y verter ríos de sangre, quemar jardines florecientes y ahogar llantos de bebés en las cunas. No es nada nuevo, se ha hecho durante siglos y siglos. No se ha conseguido erigir un faro lo suficiente elevado y luminoso como para que con sus destellos pueda aclarar el camino de una paz perpetua. Es como si ese instinto primitivo imposible de aplacar se vea en la necesidad de emerger con furor en un lugar o en otro para devastar lo que encuentre a su paso y convertir los logros del progreso en ruina. El horror se personifica en líderes mesiánicos para demoler civilizaciones y convertir obras de arte en estiércol. Aparecen apropiándose de la voz del pueblo. Se convierten en intérpretes de la voluntad de gentes que se levantan día a día con la única misión de sobrevivir. Un ejemplo: Mussolini. No tenía filosofía. Empezó siendo ateo anticlerical. Para demostrarlo, en un acto público le pidió a Dios que lo fulminase. Luego, giró la veleta y citaba al mismo Dios en todos sus discursos, que decía inspirados en la divina providencia. Evidencia de que el poder lo justifica todo y no importa el medio. El líder acaba definiendo lo que es verdad y lo que no lo es. Se alimentan de la indiferencia de los pueblos. Su palabreo va minando y rompiendo la convivencia democrática. Normalmente acaban asaltando parlamentos y saltándose constituciones. Como escribió Umberto Eco, la libertad es una tarea que nunca se acaba.