
En la actualidad contamos todo, desde calorías hasta pasos; desde pulsaciones a horas trabajadas; desde viajes hechos a libros leídos. Nos volvemos prisioneros de los números. Da la impresión de que acudir a ellos nos transmite seguridad y fiabilidad. Por eso, se afirma que entramos en el mundo de la datificación. Los especialistas y defensores acérrimos de la inteligencia artificial (IA) lo consideran necesario, no solo porque son unos tecno-entusiastas, sino porque de esa manera seremos capaces de generar información, supuestamente útil, para saber qué es lo que debemos hacer para vivir. Esta permanente obsesión llega hasta tal punto que algunos expertos afirman que si no dominas las métricas será difícil optimizar tu rendimiento y tu forma de vida. Por eso es fácil visualizar a ciertas personas con comportamientos obsesos con las pulseras, relojes o anillos que miden su salud y sus niveles de bienestar, construyendo con dichos dispositivos una realidad contable. La ansiedad por dicho control nos conduce a ser cuantificables al instante y dicha preocupación por monitorizarnos nos lleva tanto a compartir nuestras métricas con el mundo como a competir y, por supuesto, vencer a nuestros amigos y vecinos.
La aceptación de estos algoritmos, en la medida que las pulseras y relojes reconocen los pasos mediante una combinación de sensores y de un algoritmo que los procesa, hace que eliminemos las sensaciones y las emociones de nuestras vidas para, de esta forma, dejar camino libre a una programación manejable desde los datos. Es lo que el profesor Gilmore subraya como el «fetichismo de los datos». La paradoja es que aquellos que tienen la obsesión de contabilizarlo todo no hacen más que fabricar constructos, a veces precisos y a veces representativos, pero que no son la verdad absoluta; convirtiéndose dichas personas en sujetos-logros.
La gran pregunta es: ¿cómo escapar de la dictadura de los algoritmos? En la actualidad se constata una homogeneización de la sociedad, como si las cosas y los acontecimientos se repitieran, caminando hacia una similitud de situaciones obligadas o forzadas por fuerzas internas y externas. Mark Fisher lo resume, en su obra Realismo capitalista, afirmando que «el internet incentivaba la formación de comunidades de solipsistas, de redes interpasivas de mentes como uno». Así, en vez de confrontar puntos de vista diferentes, nos articulamos en microcircuitos donde no tenemos que encontrarnos con nadie que no queramos encontrarnos. Los algoritmos se configuran para premiar aquellos que reciben más «me gusta»; es decir, buscamos aumentar los seguidores y lograr que lo más popular predomine sobre lo original, alternativo y diferente. Caemos, pues, en la colectividad digital.
La mayor presencia de algoritmos en nuestra vida nos condiciona y altera nuestra creatividad. Modelan nuestro gusto, nuestras pasiones y nuestros comportamientos. Es decir, no buscamos lo que de verdad nos gusta, sino que buscamos lo que está de moda y dejamos que la elección y decisiones las tomen los algoritmos de recomendación. Los algoritmos nos están llevando de la mano hacia un mundo más accesible y controlado, pero marginando nuestra capacidad aspiracional. Las plataformas digitales generan una cultura homogénea y responden al contenido de grupos ideológicos, culturales y sociales específicos. Provocan el encuentro entre usuarios similares que acaban comportándose como grupúsculos; y, merced a esa «mano invisible» de los algoritmos, interactúan solo con personas, formas de pensar y marcas que sean afines.
En suma, debemos aprender a controlar a los algoritmos, para que no acaben por controlarnos a nosotros, a nuestros clics, a nuestros gustos, a nuestros pensamientos y a nuestras aspiraciones. No hay que olvidar que las plataformas tecnológicas (como Instagram, TikTok, YouTube, Twiter/X, ChatGPT o Google) no son productos culturales, sino empresas tecnológicas, con sus criterios de rentabilidad y ética particular.