
En el mundo académico y para acceder a plazas en muchas oposiciones, la regla de «publica o muere» para demostrar que investigas es una cantinela de la que no se puede escapar. Otra cosa es que esa investigación sea de calidad. La clasificación de las universidades también se basa en el número de publicaciones realizadas por su profesorado, y las dotaciones económicas de los diferentes grupos y departamentos dependen también de ello, generalmente por vía de proyectos de investigación que tienen como requisito demostrar que esos fondos se han materializado… ¡En publicaciones! Para ello es imprescindible que los trabajos sean aceptados en alguna revista científica. Para garantizar la calidad de lo que se publica se ha utilizado tradicionalmente un sistema, que probablemente sea el menos malo de los que hay, llamado de «revisión por pares». Esto consiste básicamente en que las revistas envían los trabajos que reciben a dos o tres —dependiendo de la revista— revisores expertos en ese campo, que hacen las correcciones que consideran pertinentes a los autores. Algunas veces, los revisores consideran que un trabajo no alcanza los estándares mínimos y el artículo se rechaza. Lógicamente, es más fácil publicar en algunas revistas de menor impacto o prestigio que en otras muy reconocidas y exigentes.
Hasta hace relativamente poco tiempo, esas revistas científicas obtenían sus ingresos gracias a las suscripciones de los lectores que las consideraban interesantes para su trabajo o para mantenerse actualizados. Casi todas eran en papel. Sin embargo, hace unos 15 años, con la irrupción de las revistas publicadas online en lugar de papel, se abrió un melón peligroso: algunas de esas revistas clásicas pasaron a un formato online, abaratando costes, y además se ofreció a los autores, como vía para lograr que su investigación tuviese más eco, que a cambio de un pago que compensara a la editorial por los posibles ingresos perdidos, cualquiera —y no solo los suscriptores de la revista— pudiera acceder a ese trabajo. Este formato se llamó open access. El coste por publicar un trabajo en una revista de acceso abierto oscila entre los 1.500 y los 8.000 euros. ¿Quién paga eso? Los investigadores o, más habitualmente, su institución a través de los fondos que recibe del Estado. Desde hace unos años existe una directiva europea, llamada Plan S (sus autores la llamaron así con un punto de ironía, porque la «s» viene de shock), que hace que los fondos públicos solo se puedan emplear para financiar aquellos trabajos publicados en revistas online en abierto.
Esto creó rápidamente un nicho de mercado que fue llenado por las llamadas «revistas depredadoras», que buscan activamente autores que quieran publicar sus trabajos online y en abierto, de manera mucho más rápida y con menos exigencias que en las revistas tradicionales. Y desde luego que son activos: en una semana yo recibo de media 42 ofertas para publicar algo en los campos más dispares. Eso sí, a cambio de una tarifa. La publicación es más rápida porque no hay revisión por pares, y las revistas no aparecen en las bases de datos serias del mundo científico, pero a veces basta para cubrir el expediente del investigador. En muchos casos, los títulos son muy parecidos a los de revistas prestigiosas, pero cuando sus abogados intentan llevar a cabo acciones legales se encuentran con que ¡no hay una dirección física real a la que dirigirse!
En el 2013, un investigador llamado Bohannon realizó un experimento curioso: haciéndose pasar por Ocorrafoo Cobange (un nombre falso), del Instituto de Medicina Wassee (un centro inexistente), escribió un artículo científico que afirmaba las milagrosas propiedades anticancerígenas de una sustancia química extraída de un tipo de liquen. El contenido del artículo era tan deficiente que debería haber sido rechazado de inmediato por cualquier revisor con conocimientos básicos de química, ya que los experimentos eran flagrantemente erróneos y los hallazgos carecían de sentido. Envió su artículo a 304 revistas. ¿Qué pasó? Elemental, querido Watson: el 82 % de esas revistas potencialmente depredadoras aceptaron el artículo para ser publicado.
Es decir, que lo que inicialmente fue una iniciativa para controlar los «beneficios abusivos» de algunas editoriales científicas clásicas se ha convertido en que entre todos —aunque el dinero público no sea de nadie, sale de algún sitio— financiamos basura científica con apariencia de seriedad.