Míriam Nogueras, Junts y el supremacismo de las propias virtudes

OPINIÓN

Imagínense a alguien que, para distinguirse, anuncia ¡tengo el pelo verde! Misión cumplida, de modo eficiente, afectivamente neutral y sin atisbo alguno de menoscabo para rubios, morenos o pelirrojos. Bien. Escuchaba días atrás a la señora Míriam Nogueras, portavoz de Junts en el Congreso. Tema: el apagón y otros. Da igual. Y sin venir a cuento, la señora Nogueras derivó hacia los catalanes y sus cosas. Y metida en tal jardín, no le faltaron flores con las que adornarse: «Porque los catalanes somos trabajadores, amamos la ciencia y la cultura...». Y lo espetó al hemiciclo con la misma certeza del empapado que anuncia que está lloviendo. ¡Así son las cosas, es nuestra naturaleza! Ni siquiera sé si presumía. La gente así a menudo ni siquiera es arrogante en su intención. Es tal su convicción acerca de las bondades de su tribu que no avizora debate al respecto. Enuncia verdades y punto. Verdades que se vuelven «esenciales». Datos de la realidad, como la temperatura. Escribió Pierre Bourdieu que, en el poder y el maltrato simbólico a otros, a menudo se asocian dos complicidades: la de los dominados y la de los privilegiados, que ni siquiera perciben el poder o la tiranía que ejercen. Así, el supremacismo moral se nos sirve a la mesa incluso con guarnición de normalidad. Eso lo hace más peligroso. Nos lo tragamos encantados. Hablando de catalanes, doy por hecho que hay de todo, como en botica. Y mucho bueno, sin duda. Me consta. Pero ese no es el problema.
El mito del catalán trabajador y racional viene de lejos: de la ética burguesa del siglo XIX, del noucentisme y del ideal modernizador con aroma textil e Ilustración francesa. Hoy ese relato se recicla con un toque progresista y cosmopolita: ciencia, Europa, eficiencia. ¡Hasta la «vocación de estilo» del juego del Barça se añade al guiso, frente a la reciedumbre rudimentaria y castellana de ese Real Madrid que gana mucho pero nunca juega bien! Lejos quedan sus opuestos no nombrados: holgazanes, fiesteros, incultos, más al sur.
Henri Tajfel, psicólogo social, lo explicó con nitidez: las identidades grupales se construyen siempre en contraste con otras. Para que un «nosotros» tenga sentido, necesitamos un «ellos». Si alardeamos sobre «nosotros», que trabajamos y amamos la ciencia, es porque los otros implicados no lo hacen. Así de sencillo. Si ostento marca propia es porque ellos (aquí, los españoles) no comparten esos atributos. Y no hace falta ni decirlo. El relato funciona con automatismo. Y si, por casualidad, algún catalán no encaja en el retrato, será por algún error en el algoritmo de la vanidad; será la excepción que confirma la regla.
Bauman dijo que la búsqueda moderna del «orden» produce residuos humanos: aquellos que no encajan en la narcisista narración colectiva. Por eso a Junts le sobran casi todos los «otros»: inmigrantes que deslucen el cuadro, andaluces que llevan décadas deslomándose de madrugada para limpiar oficinas en Hospitalet y otras tropas «extranjeras». Existen, claro, pero no representan la identidad colectiva. Errores del sistema o anomalías estadísticas.
Estos autorretratos tienen éxito porque apelan al esfuerzo, la razón, el conocimiento. El truco está en que no es una celebración de lo que uno es, sino una sutil forma de decir lo que otros no son. Guerras, discriminaciones, genocidios suelen construirse sobre cimientos así de tramposos. Si te ves al espejo con fascinación, mal asunto. Acabarás por ver a los demás en otros espejos: los deformantes de las ferias.
Bourdieu explicó cómo ciertas élites aprenden a mostrarse como mejores sin que lo parezca. Si me tomara una licencia psicoanalítica recordaría que el propio Freud sugirió que debajo de cada pavoneo presuntuoso anida un portador de deseos insatisfechos. Pero no vayamos tan lejos. Quedémonos con una sencilla precaución: pocos se molestarían tanto en mostrarse diferentes si no fuera porque, por eso, se creen mejores. Ojo al parche.