
Año 1963. El título del libro: Eichmann en Jerusalén. Subtítulo: «Un estudio sobre la banalidad del mal». La autora, Hannah Arendt. Leer el texto sobrecoge. Y más sobrecogen las conclusiones de la autora, que había asistido al juicio en Israel, en 1961, en el que se acusaba a Adolf Eichmann de genocidio contra el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial. También era acusado de crímenes contra la humanidad y de pertenecer a un grupo organizado con fines criminales. Arendt aseguraba que Eichmann no mostraba ningún rasgo de antisemitismo. Tampoco parecía padecer trastornos psíquicos. Decía que cumplía con su deber. La autora colige que obedecía las órdenes y que estaba inmerso en una «rutina» perversa: un sistema que tronzó todo tipo de comportamiento acorde a la razón y el sentido común. Obviamente, el libro recibió numerosas críticas. Sin embargo, la frase del subtítulo, en mi criterio, no deja de ser inteligente. Lo cierto es que en aquel tiempo, el más horrendo de la historia, se trivializaron la moral y la ética. Años después, los comportamientos amorales pervivieron en todo tipo de dictaduras, de la argentina a la española. Y hoy en día, si contemplamos con detenimiento los conflictos abiertos en el orbe, persevera la crueldad, con insistencia.
Esta introducción me sirve para el fin de esta columna. Una reflexión que nada tiene que ver, por supuesto, con las atrocidades del pasado, sino con los traumas del tiempo presente. Hoy se ha banalizado la mentira. No importa para nada la verdad. Tres ministros pueden propagar una falsedad (eso que Sánchez denomina máquina del fango), mantener esa falsedad cuando la evidencia dice lo contrario, y no pedir perdón. Una señora, militante socialista que ha ejercido diversas responsabilidades, que interviene en conversaciones para menospreciar el papel de la UCO, de la Guardia Civil y de todo el Estado de derecho, nos cuenta que va a escribir un libro de investigación y que solo se «informaba» en sus múltiples entrevistas con delincuentes, y no delincuentes, a los que les prometía tratos con la fiscalía o ascensos en el escalafón. Un número dos del PSOE y ministro plenipotenciario que defendió la moción de censura de Sánchez en el 2018 en nombre de la honestidad y la transparencia, al que le pagamos el resto de los españoles, presuntamente, su vida licenciosa (y escasamente feminista, por decir algo). Un presidente que niega varias veces la amnistía porque afirma que es anticonstitucional, y al mismo presidente y todos sus asociados defendiendo exactamente lo contrario unos meses después. Alguien le dijo: «O amnistía o no gobiernas». Y él respondió con los hechos: amnistía, por supuesto. Esta deriva no puede terminar en nada bueno. Hemos banalizado la mentira, la manipulación y, por supuesto, la maldad. Porque es la maldad lo que está detrás de todo lo que estamos viviendo en las últimas fechas. La política debe recuperar la decencia.