La España de Ayuso

Javier Armesto Andrés
Javier Armesto EL QUID

OPINIÓN

Alberto Estévez | EFE

09 jun 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Isabel Díaz Ayuso es una populista de manual, cierto... como el 99 por ciento de los políticos de este país. En Galicia hemos tenido y tenemos buenos ejemplos en alcaldías, diputaciones e incluso en la presidencia de la Xunta (no es el caso del prudente, reflexivo y dialogante Rueda, que vendría a ser la excepción que confirma la regla). Pero Ayuso es España, su actitud inconformista, sus salidas de tono y su beligerancia institucional representan el hartazgo de una gran parte de la ciudadanía que contempla atónita cómo desde el propio Gobierno central se han dinamitado los puentes que permitieron la reconciliación tras casi cuarenta años de guerra civil y dictadura, y se ahonda en una peligrosa dinámica que promueve la división entre comunidades y exalta lo que nos separa, en vez de lo que nos une.

La España de Ayuso no acepta que un partido que se quedó a 55 diputados de la mayoría absoluta haya convertido la gobernabilidad en un bazar en el que se regatea cualquier concesión a cambio única y exclusivamente de retener la Moncloa, pese a que su inquilino es un rehén en una jaula de oro, incapaz de aprobar unos Presupuestos desde hace tres años y medio.

La España de Ayuso no tolera que quien se hizo con el poder mediante una moción de censura apelando a la regeneración de la vida pública, y que dijo «hemos venido a limpiar, estamos limpiando y vamos a seguir limpiando» (Pedro Sánchez, 26 de septiembre del 2018), tenga imputados por asuntos turbios a su esposa, su hermano, el ministro que fue su mano derecha y el fiscal general del Estado.

La España de Ayuso se escandaliza ante el indulto a los responsables del mayor caso de corrupción política en la era democrática —los expresidentes José Antonio Griñán y Manuel Chaves y otros 17 cargos de la Junta de Andalucía socialista, que desviaron 679 millones de euros de los ERE—; y que se perdone, como si no hubiera pasado nada, a los promotores y protagonistas del más grave asalto contra la legalidad constitucional, la declaración unilateral de independencia de Cataluña, seguida de la ridícula proclamación de una «República Catalana» y de unos disturbios que asolaron la ciudad de Barcelona durante días. También que se negocie en el extranjero con un fugado de la Justicia y que no se le detenga cuando cruza la frontera, como a cualquier delincuente.

La España de Ayuso ve inconcebible que se pisotee un derecho básico como la propiedad privada y se aprueben leyes que permiten a los okupas permanecer años en una vivienda que no es suya (y obliga a los propietarios a mantenerlos). Que se perdone la deuda a la autonomía más derrochadora, la liberen de peajes y le transfieran competencias que se niegan a otras como Galicia. Que desde el propio Ejecutivo se cuestione la presunción de inocencia, que se ponga en la picota a empresarios, jueces y periodistas no afines, que se promueva trabajar menos horas y que se maquillen las cifras económicas de empleo y se oculte una deuda pública billonaria que hipoteca nuestro futuro. O que el Gobierno eluda cualquier responsabilidad en la gestión de la pandemia, la dana de Valencia o el mayor apagón de la historia.

Ahora, a este Gobierno le ha dado un súbito arrebato en reclamar la oficialidad del catalán (y no le ha quedado más remedio que meter también el gallego y el euskera) en la UE, que no es más que la última prebenda exigida por Puigdemont para seguir sosteniendo a Sánchez con sus siete diputados. Y a Ayuso y a gran parte de España le parece una burla, mientras en los colegios catalanes se incumple la ley de impartir un 25 % de las clases en castellano e incluso se castiga a los niños que lo hablan.