Por San Juan

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

21 jun 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

«Madrugaba el conde Olinos, mañanita de San Juan, a dar agua a su caballo, a las orillas del mar». Esta estrofa del romance anónimo era en mi infancia la puerta que abría los veranos, cuando en la mañanita de San Juan mi madre daba por bendecidas las aguas de la mar y me autorizaba los baños de olas en las playas de mi pueblo costero.

El romance aprendido en los días escolares sigue siendo la llave maestra que inaugura formalmente mi estío. El poema medieval tiene múltiples versiones, pero acaso la más canónica es la que Menéndez Pidal denominó «amor más poderoso que la muerte».

Más poderoso que el fuego que enciende la noche del Bautista iluminando el cielo de Galicia, rindiendo homenaje y culto al Sol en la noche más corta del año, la del solsticio que coincide cuando declina la primavera y brota una nueva estación.

Así, el fuego purificador quema ritualmente las malas energías en una ceremonia sincrética que vertebra la noche y convierte el rito en leyenda. En la memoria se exhuman tradiciones antiguas que traen a este siglo tecnológico la magia de las siete hierbas y de las nueve olas. Son para alejar a los demonios domésticos y para afianzar la fertilidad femenina. Seguramente, la hierbabuena, el fiuncho, la verbena, la albahaca y otras plantas del herbolario mágico son lo que se ha dado en llamar herba de namorar, que es la más poética fórmula para invitar al amor.

Ya no se queman en las cacharelas nocturnas las puertas viejas que no franqueaban ningún hogar, ni los marcos de las fincas campesinas, eso ya forma parte de la arqueología cultural de este viejo país.

Ahora se asan sardinas en la noche iniciática, que compiten con el churrasco recién incorporado. Ahora la noche de San Juan es una fiesta colectiva, se cambió la magia por el ocio dionisíaco y en la hoguera de la noche, la que tiñe de fuego el cielo, la que se refleja en la mar, se está quemando poco a poco la Galicia tradicional.

Acaso habíamos sobrevalorado nuestras costumbres atávicas buscando señas de identidad de un país de leyendas, con meigas a la medida de nuestras pretensiones y queimadas como pócima ardiente.

El Bautista trae consigo el verano, un zurrón de soles festivos que anuncia los días grandes de julio y de agosto, que escriben en la noche la sinfonía crepitante del fuego purificador.

De nuevo, como cuando era niño, tendré el permiso materno para los baños de olas, y recordaré el romance del triste conde Olinos, mientras espero que las sardinas de junio, por San Juan, mollen o pan de la nostalgia.