
En julio de 1997 escribí mis primeras noticias en este periódico. Desde entonces, mis recuerdos de los grandes acontecimientos históricos están ligados a La Voz, incluso aquellos que me eran ajenos como redactora de local. Recuerdo qué estaba haciendo cuando derribaron las Torres Gemelas, en el 11M, el día del accidente de Angrois —especialmente el día del accidente de Angrois— o cuando nos confinaron.
En 1997 era una aspirante a periodista que estaba disfrutando de ver su firma en las páginas que antes leía y estaba aprendiendo un montón de aquellos que tenían paciencia para enseñarme. Me acuerdo cada año, cuando los estudiantes en prácticas se sientan en la misma silla —literalmente— que yo ocupé aquel verano.
En 1997 era una joven de 20 años que sabía muy bien, como todos los españoles, lo que era la crueldad de ETA. En realidad, creía que lo sabía. Porque todo cobró otra dimensión el 10 de julio, cuando la banda anunció el secuestro de Miguel Ángel Blanco. ¿Cómo era posible que pesase una sentencia de muerte sobre un chico poco mayor que yo —tenía entonces 29 años— que pasaba los veranos en un pueblo al lado del mío —parte de su familia era de Xunqueira de Espadanedo—?
Como en realidad no hacía falta en el periódico —supongo que incluso estorbaba— el 11 de julio fui a la manifestación que reunió a miles de personas en Ourense. Recuerdo el silencio, roto por los «ETA, aquí tienes mi nuca».
Desde hace años, no hay verano que no me asegure de que los estudiantes en prácticas que pasan por la redacción sepan quién es Miguel Ángel Blanco. No es gran cosa, lo sé, pero a mí me parece lo mínimo.