No sé cómo sería volver a un concierto sin llevar el móvil. Pero sé que lo viví. Que hubo un tiempo en el que bailábamos, saltábamos y gritábamos sin tener la mano en alto. Que sentíamos que estábamos en aquello que estábamos: en cantar a grito pelado los hits del momento. Ahora que vemos el mundo con la pantalla y no con los ojos, solo estamos pendientes de contar en las redes que estuvimos allí y si nos olvida estar allí, viviendo el presente sin la ansiedad del móvil. Luego tenemos cargados los teléfonos con ocho mil vídeos que no volvemos a ver nunca, porque, cuando entramos a ver a nuestro artista favorito, nos parece que si no lo grabamos, no lo recordaremos jamás. ¡Y qué va! Yo sé que uno de los mejores conciertos al que asistí fue el de Bruce Springsteen en O Monte do Gozo y no tengo ni un solo vídeo de entonces, porque en el año 93 aún llevábamos pañuelos de tela en el bolsillo. Pero aquel concierto, al que fui con mi queridísimo amigo Juan, sigue intacto en la memoria como uno de los grandes acontecimientos que siempre salen en la conversación. No necesito sacar el móvil para ver el vídeo y recordarlo, diría más, es mejor no tener ese vídeo para que se agigante el recuerdo como algo único que no volverá, que pasó y que disfruté con intensidad. No había treinta mil minipantallas en lo alto de aquel monte, pero qué noche aquella de mayo del 93 en Santiago. Retumbamos. Y fue verdad.