
Corea del Sur comenzó a resonar en nuestras mentes con una melodía positiva cuando un cantante robusto, y no especialmente atractivo, lanzó al mercado discográfico el 12 de julio del 2012 una canción muy pegadiza de cuya letra solo fuimos capaces de entender el estribillo en inglés de Gangnan style. La divertida coreografía que imita los movimientos del caballo consiguió llegar de manera absolutamente inesperada a tanto público que al año siguiente había alcanzado más de dos mil millones de reproducciones en YouTube.
De manera inesperada batió todos los récords del momento y sentó las bases para que grupos de jóvenes surcoreanos decidieran hacer de la música su carrera y modo de vida. Así nació el fenómeno del K-pop.
Y es que si hay algo que reconocerle a la sociedad surcoreana es que cuando decide hacer algo logra llegar a la cima contra viento y marea. Este pequeño país, todavía en guerra con su hermano y vecino del norte, con quien solo firmó una tregua en 1953 tras tres años de guerra fratricida, ha pasado de ser un Estado pobre, con pocos recursos naturales y rodeado de enemigos gigantes como China y Japón, a convertirse en una potencia económica e industrial mundial. Cierto que ha contado con la inestimable y decidida ayuda estadounidense, que considera al pequeño país asiático como un aliado estratégico imprescindible en el Pacífico, pero el esfuerzo colectivo que se encuentra detrás ha construido un imperio lastrado, paradójicamente, por graves problemas sociales. Cuando pensamos en Corea del Sur siempre viene a nuestra mente el éxito de compañías como Samsung, LG, Hyundai y KIA, empresas que, por cierto, no solamente se limitan a la tecnología y al automovilismo, sino que extienden sus actividades a campos que van desde la hostelería a la venta al por menor.
También se ha puesto de moda el mencionado K-pop, con grupos como BTS que suponen más del 1 % del PIB del país, los K-drama o la K-cosmética.
Pero detrás de todo ese éxito se encuentra una sociedad en la que la presión sobre los jóvenes para triunfar eleva la tasa de suicidios; las largas jornadas laborales hacen casi inexistente su vida personal, lo que ha provocado una tasa de natalidad inferior a cero, y la cirugía estética se entiende casi como una obligación para mantener una imagen imprescindible para triunfar. Pero como el diablo se encuentra en los detalles, quizá consigan vencerse a si mismos y recuperar un poco de esa humanidad perdida en la vorágine del triunfo logrando un nuevo milagro surcoreano.