
No es sorprendente que la tasa turística vuelva al debate público en diversos municipios españoles. En Vigo, el alcalde Abel Caballero ha decidido aplicarla argumentando que los turistas deben aportar a la ciudad un retorno por su uso de servicios. Sin embargo, esta medida genera más sombras que luces.
En primer lugar, los turistas ya generan ingresos fiscales sustanciales cada vez que consumen bienes y servicios. Desde hoteles hasta restaurantes, pasando por tiendas y transportes, cada actividad turística deja un reguero de IVA y otros impuestos indirectos que ya engrosan las arcas municipales. Cabría preguntarse entonces: ¿realmente se justifica imponer otra carga adicional a quienes ya contribuyen sobradamente a la economía local?
Los defensores de la tasa invocan las externalidades negativas, siguiendo a Pigou, para justificar que los turistas paguen por los costes indirectos de su presencia. Pero aquí surgen dudas sobre la eficacia real de la tasa turística. ¿Quién recibe verdaderamente la compensación generada por esta tasa? ¿Los ciudadanos afectados por las aglomeraciones turísticas o, más bien, el político de turno que ve incrementado su margen discrecional de gasto? Todo indica que lo segundo es más probable.
De hecho, el argumento de la compensación pierde fuerza si observamos municipios como Salou, cuyo alcalde, Pere Granados, defiende con razón una mayor financiación derivada de la recaudación del juego para reducir la presión fiscal a los residentes, en lugar de crear nuevas tasas. Este enfoque evidencia que existen alternativas viables y menos agresivas para el bolsillo del turista y del ciudadano local.
Además, la supuesta neutralidad económica de la tasa es cuestionable. Aunque el alcalde de Vigo argumenta que pagar un euro y medio extra por noche no disuade al visitante, ignora el efecto acumulado de estos pequeños incrementos fiscales. Cuando cada nivel de administración pública añade pequeñas tasas e impuestos, el coste final se eleva considerablemente, generando un potencial efecto disuasorio que puede afectar al sector turístico, especialmente en destinos menos consolidados.
En lugar de recurrir a la vía fácil de crear nuevos tributos, los responsables municipales deberían considerar una reducción de la presión fiscal general, mejorando así la competitividad de sus destinos turísticos. La tasa turística puede incentivar justamente lo contrario: los gestores públicos pasan a depender excesivamente de estos ingresos, reduciendo su motivación para optimizar el gasto y promover políticas públicas más transparentes y eficientes en beneficio de residentes y visitantes.
En definitiva, aunque la tasa turística pueda presentarse como un pequeño ajuste fiscal inocuo, no deja de ser otro mordisco en los bolsillos ciudadanos, cargado de discrecionalidad política y escasa eficacia económica. Quizá, antes de seguir engordando el presupuesto municipal a costa del visitante, convendría mirar hacia alternativas más eficientes y menos intervencionistas.