
Entre dos ciudades santas para la cristiandad como Santiago de Compostela y Caravaca de la Cruz median unos mil kilómetros de distancia. Es la distancia que, podemos decir, separa a Galicia de Murcia.
El verbo es oportuno. Separa. Comparten ambas comunidades un litoral generoso para la pesca y el turismo, un gobierno autonómico bajo las mismas siglas, del PP, y hasta un quíntuple medallista olímpico, David Cal, nacido en las Rías Baixas y adoptado ahora como un señor de Murcia.
Les separan mil kilómetros en una diagonal casi perfecta por la que circulan unas cuantas diferencias. De entrada, Murcia es la comunidad con mejor crecimiento vegetativo, tiene el mayor porcentaje de población inmigrante y está entre los territorios más rejuvenecidos de España. Pongan todo lo contrario en Galicia. Es también el territorio en el que Vox obtiene sus mejores resultados, con un gallego, José Ángel Antelo, como ariete. Este partido es inexistente en Galicia.
Por varios motivos, tenemos que hablar de Murcia en Galicia, aunque esté (o precisamente por ello) a mil kilómetros de distancia. Porque en apenas seis semanas episodios amplificados o alentados por ese partido inexistente en Galicia han enturbiado la convivencia en dos de sus plazas, en Torre Pacheco y en Jumilla. Racismo, exclusión y persecución al de fuera. No hay otra manera de describirlo.
Tenemos que hablar de Murcia porque en Galicia desconocemos fenómenos de esa magnitud. Con la brocha gorda se suele decir que en Galicia al extranjero se le recibe con los brazos abiertos porque ha sido este un pueblo emigrante. Pero Murcia también, especialmente hacia el norte de la África colonial, desde finales del siglo XIX hasta entrados los años 60, como bien ha ido explicando en varios informes José Miguel Martínez Carrión, economista de la Universidad de Murcia. Él mismo expone así los paralelismos entre aquel éxodo, iniciado hace 150 años, y la emigración que hoy reciben: «Miles de miserables y empobrecidos trabajadores murcianos embarcaban de forma semiclandestina para alcanzar las tierras de Argelia con el objetivo de buscarse la vida, procurarse el sustento y aliviar su desdichada situación».
Desmemoria. Oportunismo.
El odio amplificado que ha aflorado en algunas calles de Murcia este verano ya se había anticipado hace veinticinco años en El Ejido (Almería), con aquella primera «caza del moro», como la describieron entonces algunos. Y desde hace quince años esa narrativa que convierte al inmigrante en sospechoso (o directamente en culpable) está institucionalizada en la Hungría de Viktor Orbán. Pero si Murcia nos pilla lejos a mil kilómetros, imaginen lo que puede interesar un discurso ultra en Budapest, a tres mil...
Jumilla —persecución y veto por cuestión religiosa— y Torre Pacheco —xenofobia y nueva caza— convertidos en anécdota o en categoría. Eso es lo que está ahora en discusión.
Hace 55 años Jim Lovell, recientemente fallecido, a bordo del Apollo XIII, le trasladó por radio a la NASA aquello de «Houston, tenemos un problema». Pues eso. Que tenemos un problema y que tenemos que hablar de Murcia.