No me preocupa no compartir las inquietudes y los deseos de Xi Jinping y Vladimir Putin. De hecho, me tranquiliza y me reconforta. Mientras ellos, desde la lozanía de sus 72 años, fantasean con vivir más tiempo, yo sueño (o me obsesiono) con vivir mejor. Supongo que en eso tiene mucho que ver el hecho de que estoy en un momento generacional sándwich, el de esa gente que se va derritiendo mientras cuida de los padres y de los hijos de manera simultánea.
Un día eres joven y al siguiente estás abrazando a una amiga en el velatorio de su madre, pensando en qué momento pasaron cuarenta años.
Si antes me daba miedo morirme (morirme antes de tiempo, quiero decir) ahora me aterra vivir demasiado. Me angustia dejar de ser yo, que el cuerpo no responda, que falle la cabeza y, en definitiva, lo que tantas veces dijeron nuestros abuelos: dar trabajo. Por eso, mientras hay líderes mundiales tan agarrados al poder y a sí mismos que desean duplicar su edad, no dejo de pensar que lo importante sería que la ciencia y la medicina logren que no nos muramos cuando no toca. Ojo al debate que se abre. No es baladí. Es pura filosofía. ¿Cuándo toca? Desde luego no recién nacido, no con 5 años, ni con 12, ni con 18 ni con 25. Ni con 41, ni con 55. Y así sucesivamente... pero, ¿hasta los 150?
Hay médicos que empiezan a dudar entre si el envejecimiento es un proceso —¡la vida!— o una enfermedad. Supongo que para Putin y Xi es solo un obstáculo que hay que superar para seguir al mando. A los simples mortales nos resulta obsceno escucharlos mientras hablan de trasplantes de órganos como quien habla de empezar a utilizar crema antiarrugas.