Es un hombre ya mayor que tiene la calva morena de caminar al aire libre y dos aficiones: jugar con sus nietas al ajedrez y nadar en aguas abiertas. El nadador anarquista siente recelo hacia el Estado y sus instituciones, que, opina, lo quieren encerrar en una caja, como en la canción de Pete Seeger. Por eso guarda las distancias. Al nadador anarquista le gusta la canción protesta de los años sesenta, cuando era un adolescente. Sobre todo Bob Dylan y Janis —en cambio detesta a Luis Eduardo Aute—.
Ahora, hace unos meses, ha descubierto que en el puerto de su ciudad, delante del jardín de san Carlos, hay unas escaleras de piedra que bajan al mar. Y desde entonces queda allí con tres amigos temprano, cuando los médicos del hospital que está a sus espaldas entran a trabajar oliendo a colonia de lavanda y con los ojos rojos del poco sueño de la noche anterior —porque hubo fútbol o salieron a cenar con los amigos—. Y el grupo se introduce en las aguas frías del puerto, casi junto a los trasatlánticos, que sorprendentemente están limpias, y se pega un baño vivificante. El nadador anarquista considera que aquello es un secreto tesoro.
Pero los han pillado. El Estado ha descubierto sus baños de mar clandestinos, y ha decidido tomar cartas en el asunto, de tal manera que va a adecuar el espacio para los nadadores. Y para ello ha destinado más de tres millones de euros, una fruslería.
El nadador anarquista y sus amigos ya están buscando otras escaleras más discretas a las que poder mudarse.