
Mientras llorábamos a Robert Redford, apareció Jane Fonda radiante, en una imagen que poco tiene que ver con la de una anciana de 87 años. Esa es la edad de esta mujer imparable, que esta semana ha vuelto a pisar las pasarelas enfundada en un vestido ajustado con sus canas al aire. Una actitud que ha sido en ella beligerante, con un activismo vital y político que la ha llevado a estar siempre al frente de diferentes luchas. La primera, con su padre, Henry Fonda, con el que no tuvo precisamente una relación cariñosa tras el suicidio de su madre, y con el que se reconcilió en un abrazo espontáneo en el filme En el estanque dorado gracias a la ayuda de Katharine Hepburn. Lo cuenta en el documental Jane Fonda en cinco actos, en el que se ve también a esa Hanoi Jane, como la bautizaron, que denunció en primera línea la guerra de Vietnam. Jane se casó tres veces, tiene tres hijos, y hace dos días ha vuelto a ser noticia por relanzar el movimiento en defensa de libertad de expresión en Estados Unidos. Claro que lo mejor de Jane, que sufrió bulimia y enfrentó un cáncer, es la carta abierta que les ha hecho en la vejez a las mujeres-amigas: «Vivimos más que los hombres por las amistades entre nosotras. Tengo amigas, luego vivo. No sé qué haría sin ellas. Me hacen más fuerte, más inteligente y me dicen la verdad». Tendrá buen cirujano, y ha hecho mucho aeróbic, pero qué certeza. No hay mejor elixir que las amigas del alma.