Con permiso de don Joaquín, el Sabina que está en forma es el de Pontevedra
PONTEVEDRA
Roberto , el cantante de Conductores Suicidas, está ahí para recordarnos que hubo un cantautor de Jaén con la voz fina que un día, por las cosas de la vida crápula o porque así sonaba mejor, se rompió la garganta. Es cosa mayor sentir al maestro sin que esté presente
06 dic 2024 . Actualizado a las 14:55 h.De sobra sabes que eres el primero, Joaquín. Don Joaquín Sabina. Pero, como bien cantas, «no miento si juro que daría, por ti la vida entera, por ti la vida entera. Y sin embargo, un rato cada día, ya ves, te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera». Aunque no es exactamente así. En Pontevedra, el jueves por la noche en un abarrotado Pazo da Cultura, al señor Joaquín, ciertamente, se le fue un poco infiel. Solo un poco. Pero tampoco se le dejó por cualquiera, sino por Roberto Ramos, el cantante de Conductores Suicidas; un hombre con el don de meterse en la garganta del maestro y recordarnos que Sabina, además del tipo con la voz rasgada o incluso rota por esas cosas que tiene la vida crápula, también fue un tipo que cantaba fino, fino filipino. Roberto y su banda no son el hombre del traje gris, son la funda de color de Sabina en estos tiempos en los que al maestro ya le da por andarse despidiendo de los escenarios. Lo demostraron este jueves en Pontevedra, su ciudad, ante más de 700 individuos de carne y hueso que miraron varias veces el reloj para lograr creerse que Roberto había estado dos horas y media cantando y dando saltitos en el escenario.
Lo de Conductores Suicidas en Pontevedra hay que contarlo por el principio; por cuando el público llega al Pazo da Cultura buscando butaca. Viajan por los pasillos almas de todas las edades. Va Iván, un rapaz en edad de colegio que se ha traído un bombín de color rosa fuxia para seguir el recital. También un sinfín de parejas quizás no comulguen demasiado con el amor sin civilizar, sin recibos ni escena del sofá del maestro, pero que harán los coros como si fuesen crápulas de manual porque, al fin y al cabo, quién no quiere que el hombre o la mujer que lleva de ganchete muera por él. Amén de decenas, quizás cientos, de «peces de ciudad» que quieren comprobar eso que dicen de que no es Sabina, ese que canta. Pero que se le parece mucho.
Y empieza el concierto con un aviso a navegantes. No abren con un tema de esos que ya encenderían al público. Habrá que esperar por los 19 días y 500 noches y demás género de masas. Ya es difícil arrancar con un tema que a algunos fieles del Sabinato les cuesta reconocer. Pero lo hicieron. Empezaron con Ahora que y el concierto derivó casi una experiencia religiosa, que diría Enrique Iglesias. Porque hay algo de místico en eso de sentir que Joaquín Sabina está ahí, con su voz buena de los primeros años y con la garganta rota estrenada tiempo después. Y, sin embargo, que el que dance por el escenario sea un tipo en forma, un profesor de gimnasia que lleva media vida cantando y que espacia las canciones con tragos de lo que aparenta ser una botella de agua mineral. Pero así es. Sabina está sin estarlo. Quizás como el dios de las letras de poeta que para muchos es.
Roberto y su banda, los Conductores Suicidas, no se anduvieron con chiquitas. Sí, tocaron las míticas. Cómo no. Pero las encadenaron como hace muchas veces el artista, sin dejar morir «entre la cirrosis y la sobredosis» a la Princesa para acordarse ya de Barbie Superestar, sus pies diminutos y sus ojos color verde marihuana. Se atrevieron tanto a robar el mes de abril como a hurtarle parte de la letra de Y nos dieron las diez a una buena señora de la fila 19 que llevaba desde el minuto cero diciendo que «como no toquen la de ojos de gata me da algo». Eso hizo que dejasen tiempo para delicias que no suelen sonar siempre, como cuando viajaron a finales de los ochenta y se arrancaron con Oiga, doctor. Ahí fue donde Roberto explicó que Sabina, por aquel entonces, «tenía una voz fina que luego rasgó, algo que le encantó a los productores». Así que él entonó el «oiga, doctor, devuélvame mi depresión» con aquel tono delicado que atesoraba el artista de Jaén por aquellos ochenta de las birras y los canutos.
Pasaron casi dos horas y media de concierto y Roberto, que solo se atrevió a enfundarse en la cabeza el bombín negro (antes llevaba sombrero de ala) cuando el público estaba ya muy encendido y en pie, seguía dando saltitos y hasta haciendo una especie de sentadillas en miniatura y algo enrevesadas. Presentó a la banda aunque hubiese «mucho, mucho ruido» y ahí demostró que lo que empezó como una quedada entre dos amigos de siempre que querían tocar a Sabina, él y Marcos Pérez, Quiño, es ahora una formación en toda regla; un pacto entre caballeros con dos mujeres muy presentes en el escenario, una de ellas al bajo y la otra haciendo voces y aportando ese arte en el escenario que recuerda tanto a Mara Barros, la incondicional y aclamada integrante de la banda de Joaquín Sabina.
Se llegó al final entre Juana la loca y Pastillas para no soñar, una nueva demostración de que Conductores Suicidas se toma en serio lo de buscar con lupa en el repertorio infinito del maestro. Dio el reloj la medianoche, se apagaron las luces y se bajaron las cortinas. Pero Roberto Ramos, el Sabina de Pontevedra, es cantante y no Cenicienta. No desapareció. No estaba muerto, solo de parranda. Se le vio por los bares de la ciudad. Alternando que es gerundio, sin dar tiempo a que hasta las suelas de los zapatos le echen de menos.