Sentí un terrible dolor que me atenazaba, intenté cambiar de posición, pero el sufrimiento se transformó en un profundo gemido entremezclado con el sabor metálico de la sangre. Abrí los ojos y pude ver un cielo cubierto de color blanco, espeso. A mi alrededor, solamente el vacío hasta donde alcanzaba mi mirada. Me encontraba en una postura imposible sobre una repisa de piedra que sobresalía cortando la ladera del profundo precipicio. Instintivamente intenté agarrarme, pero mis manos, despellejadas, no me lo permitían. ¿Cómo había llegado allí? La confusión ofuscaba mi mente, la gélida roca ralentizaba aún más mis pensamientos, jirones de un tenue tejido que la brisa movía, alterando sin orden los recuerdos recientes: la montaña, las manos, la caída, los planes, el sendero, todo se me presentaba en una serie de inquietantes e inconexas imágenes.
Súbitamente, mis labios recibieron un balsámico frescor que se extendió al resto de mi rostro: nevaba, cada vez era mayor la intensidad y el espesor de los copos y poco a poco mi cuerpo se comenzó a cubrir con un manto blanco. El frío me acabó de inmovilizar; sin embargo, también atenuaba mi dolor. Empecé a no sentir los pies, ni las manos; pasado un tiempo, ni los brazos ni las piernas. ¡Qué extraña sensación de paz aterradora! Mis pensamientos empezaban a ser más lúcidos, necesitaba mantener los pulmones, el corazón y el cerebro activos. ¡Sobre todo, el cerebro! «Piensa —me repetía—. Necesitas que tu cabeza no deje de funcionar. Esto no va acabar aquí, son solo tres palabras las que tienes que recordar, tres palabras…». El frío, la rigidez, noto que se me va la vida, sueño que vuelo.
Vuelvo sin saber cómo. Consigo abrir una rendija los ojos y, a través del enrejado de las pestañas, lo veo. Sé que me está observando con la seriedad de quien reconoce un cadáver. Giro levemente la cabeza y tropiezo con la cercana mirada del policía que me estudia atento, y, al percatarse de mi imperceptible gesto, me susurra, confiado: «Está a salvo, su marido avisó del accidente».
Me vuelvo hacia él, que ha perdido el color, y consigo pronunciar las tres palabras para las que reservé todas mis fuerzas:
—¡Él me tiró!
M.ª Rosa Fernández Salmonte. 70 anos. A Coruña.