Los mensajes de Álvaro no dejaban de acumularse en el WhatsApp de Carmen. Ella había silenciado tanta insistencia. De sobra sabía a qué se debían las prisas. Para Álvaro la casa de los abuelos había pasado de ser una antigualla sin uso a un lucrativo negocio de alojamiento rural. No tardaría en llegar dispuesto a tirar con lo inservible, que para él era casi todo.
Carmen había llegado pronto. Quería grabar en su memoria el último recuerdo. Antes, había pasado por la residencia a visitar al abuelo. «Voy a la casa, abuelo. ¿Te traigo algo?» «Carmiña, se non está a avoa, hai unha chave escondida no alpendre». «Se me trouxeses un pouquiño de orujo… Aquí non me dan nin chisco».
Carmen aparcó el coche bajo la sombra de la parra. Pesados racimos colgaban de sus ramas descuidadas. La vieja hamaca de la abuela, cubierta de hojas y uvas secas, todavía la esperaba paciente. Sacó la llave del escondite.
El WhatsApp de Álvaro volvió a recordarle que estaba allí para recoger cuatro cosas, que del resto se encargaría él. Abrió contraventanas, puertas, armarios y cajones. Dejó que la luz de la tarde se entretuviese con las motas de polvo brillantes. En la cocina, tras la puerta acristalada de la alacena, encontró la botella de orujo. Limpió un vaso con el dobladillo del vestido y se sirvió un trago. Se lo bebió de golpe. Fuego en la garganta y en los ojos. Lloró. Guardó la botella y el vaso en una bolsa. Se fue con sus cuatro cosas. Todo lo demás lo dejó para Álvaro.
A Carmen le gustaba pasear al abuelo por el parque cercano a la residencia. Pequeños senderos discurrían a lo largo de un riachuelo que lo cruzaba de un lado a otro. Rosales en amarillo y blanco. Arbustos repletos de hortensias. Esa tarde acercó la silla de ruedas al banco pegado al río. Se sentó a su lado. «Abuelo, te traje el orujo». Le extendió el vaso. Con mano temblorosa él lo acercó a los labios. Apenas le dio un sorbo. Carmen lanzó la botella al río. El abuelo observó con ojos brillantes cómo la corriente se la llevaba. Ella no sabía si sonreía o lloraba.