«Quiero hacer una oenegé»

xosé m. cambeiro SANTIAGO / LA VOZ

SANTIAGO

No concibe las Navidades sin la cita de Nochebuena con los solitarios

19 dic 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Chus es tan picheleira que, estando en Suiza, quiso que su hijo naciese en Santiago. Ella lo hizo en Santa Marta, aunque a los dos meses recaló en San Lourenzo. La fotografía de este barrio apenas mudó: «Está case igual que hai 40 anos». En ese casi entra la reforma de algunas casas y la desaparición del Sanatorio: «Lo echo de menos. Allí hemos jugado de pequeños y de grandes... aunque estos últimos juegos eran muy distintos».

No tardó en vender artículos en Pilar Grandes Almacenes: «Era fantástico. Parecía una guardería de niñas. Había muchas de 14, 15 y 16 años». El trabajo llegaba a edades tempranas. Un tifus, seguido de una tuberculosis, eran entonces antesala de Boisaca. Chus se escapó milagrosamente tras seis meses en el Gil Casares y se fue a Barcelona. Y de ahí a Suiza, siguiendo la estela de muchos emigrantes.

Llevaba allí 18 años, con su marido Serafín y familia, cuando vino un tiempo de pruebas con sus hijos a Santiago para adaptarlos a la ciudad de cara al retorno definitivo. Un fatídico accidente se llevó por delante a su hija mayor. «Quería exhumar el cuerpo y llevármelo a Suiza para quedarnos allá para siempre. No soportaba ver las carreteras y todo lo que me rodeaba. Mi marido se negó y eso siempre se lo he tenido en cuenta».

Una expresión que guarda unos miligramos de rencor: «No hombre, no ha sido para tanto. Serafín es una persona fantástica. Pero sí admito que soy rencorosa con quien me hace daño. Entonces no perdono ni olvido. Soy rencorosa, no vengativa».

Ya en Compostela, Chus y Serafín montaron sendos bares en Fontiñas y Conxo. Este último, el Paluso. Es un acrónimo de sus tres hijos Patricia, Luis y Soana. Chus se desabrocha la blusa y muestra en un pecho un tatuaje con el nombre y dos palomas: «Cuando enterramos a la niña queríamos poner en la lápida algo que la recordase. En uno de sus cuadernos tenía pintadas dos palomas mirándose en todas las páginas. Las grabamos en la sepultura». Y pasaron a ser el anagrama del bar.

Tras una cena de Nochebuena doméstica, Chus lloró amargamente al ver a dos jóvenes peregrinos comiéndose un bocadillo solitarios en un portal de San Pedro. Fue el germen de la cena de Nochebuena y la comida de Navidad que desde hace 16 años ofrece a quienes quieran compartirla. «Viene gente de todas las clases sociales. No es una cena para los sin techo, porque aquí tuve a algún médico y abogado. Es para gente que está sola, no para los pobres».

Turistas

Incluso para turistas. Recuerda Chus a una pareja belga que llegó muy tarde y con dificultades para pernoctar. Los dos durmieron en el Paluso: «Nueve meses después tuvieron una pequeñita». En una carta contaron que la habían concibieron en el bar.

Lo que sobra de la cena se lo envía Chus en paquetes a gente sin recursos que conoce. «Quiero hacer una oenegé a fin de que me den alimentos para, por ejemplo, esas viudas que subsisten sin apenas nada y por vergüenza no se atreven a pedir comida». En la cena se bendice la mesa de una forma un tanto profana, con golpeo de manos y a ritmo de rap. Se canta y se baila. Y se juega un bingo. A Chus se le ocurrió un día ir al cajón de su marido y llevarse sus calcetines. A Serafín le extrañó no encontrar ninguno a la mañana siguiente. Chus le dijo que no sabía nada. Pero su marido sí lo supo por la noche cuando las prendas empezaron a volar en el sorteo. «Desde entonces, los calcetines quedaron como regalo para siempre en el bingo», remacha Chus.

Es mucha la gente que se ofrece a ayudarle en las comidas navideñas. Menciona, por ejemplo a Simone, un italiano que derrocha energías para que la convocatoria sea un éxito.

«Soy feliz en las Navidades», confiesa María Jesús Iglesias. Y lo es también en el barrio de Conxo, en donde palpa el aprecio de mucha gente. A la mesa del Paluso, donde se celebra este encuentro, llega un muchacho llamado Adrián que le ofrece su ayuda para la cena de Nadal. Chus se lo agradece. «Le quiero mucho a este barrio», confiesa.

Alardea de su ser compostelano («soy picheleira, picheleira») y declara bien alto que jamás se iría a ninguna otra ciudad. En la Ascensión se sube siempre a la noria para realizar fotos panorámicas y enviarlas a gente del exterior. Adora el misticismo de Santiago, la Corticela y el Camino. Lo recorrió una vez desde Roncesvalles: «No me gustaría morirme sin volver a hacerlo».

Pero no todo es color rosa en la ruta. Cuestiona la desatención y la mala organización en O Cebreiro: «Es la entrada de Santiago y me da rabia y vergüenza que llegues cansado allí tras muchos kilómetros y te encuentres desatendido».

Algún vecino comenta al lado que Chus es una «excelente» mujer. También su marido, natural de Conxo, que llega de improviso a la mesa para saludar a su esposa y al redactor. No luce bigote. «Es un buenazo. Yo hago de él un pandero, aunque a veces no se deja. Y es que tengo mucho genio y unos prontos que, cuando me dan, me dan por dentro y por fuera. Mi marido dice que tengo buen corazón, pero cien kilos de mala leche. Está con el bigote afeitado porque se enfadó conmigo. Lo afeita cuando se enfada». A veces no le da tiempo a que el mostacho le vuelva a crecer.

El fuerte carácter de Chus no es capaz de frenar a veces sus lágrimas: «Como no quiero que me pregunten por qué lloro, voy a llorar al cementerio».