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Van a cumplir el tope de 10 años en unas viviendas sociales de alquiler para jóvenes
28 ago 2016 . Actualizado a las 05:00 h.Diez años es un período de tiempo respetable para la vida de un coche. Y también para ver crecer a un hijo. Pero puede no ser suficiente para encontrar una solución inmobiliaria estable, y mucho menos si por el medio se cruza la mayor crisis económica que se recuerda. Pero de ese episodio colectivo todavía por resolver nada se sabía cuando unas doscientas personas entraron felices a vivir en setenta viviendas diseñadas por el prestigioso arquitecto César Portela en la zona de Belvís, entre el parque y la avenida de Lugo. Se trataba de un proyecto «ejemplar» de viviendas sociales que impulsó la Administración de Manuel Fraga a principios de siglo y cuya finalización y entrega coincidió con el bipartito del PSOE y el BNG, a caballo entre el 2006 y el 2007.
Con la burbuja inmobiliaria aún en crecimiento y el área metropolitana ganando terreno a golpe de urbanizaciones, la Consellería de Vivenda que dirigía Teresa Táboas (BNG) decidió entonces que se trataba de la oportunidad perfecta para experimentar en Santiago con los alquileres para menores de 35 años, a los que les pedían unas condiciones económicas ajustadas pero estables y a los que les ofrecían un máximo de diez años de estancia, con un contrato inicial de un lustro y renovaciones anuales posteriores.
Solo faltan unos meses para que se cumpla la década de gracia. Algunas familias han dejado los pisos por incumplir las condiciones económicas; otras cambiaron de aires y los tuvieron que liberar; y unas pocas recibieron propiedades en herencia que eran incompatibles. Pero la gran mayoría, medio centenar, han firmado ya su último contrato sin saber qué será de sus vidas cuando venzan los plazos, que tienen diferencias de varias semanas según la fecha de la firma.
En peor situación económica
«Cuando entramos aquí tuvimos que amueblar todos los pisos, además de pagar el IBI anual (hasta 450 euros) y mensualidades que, con la comunidad, van desde los 250 a los 350 euros», según los ingresos que acredite cada familia, narra Benito González, el vecino que preside el colectivo y que ha cogido el toro del posible desalojo masivo por los cuernos. Unos ingresos que, en la mayoría de los casos, son menores que en el 2006. «Y no es un cálculo hecho así por encima, esto lo saben bien en el Instituto Galego da Vivenda e Solo (IGVS), donde todos los años presentamos la renta y el justificante de no tener más propiedades», recuerda este «joven» que ya roza la cuarentena y que espera una respuesta de la Xunta sobre el futuro de la urbanización.
Reunidos en uno de los patios exteriores para debatir sobre la situación en la que están metidos diez años después, los inquilinos son unánimes: el lugar es «una maravilla por la ubicación, estamos encantados», resume una vecina, que considera una aberración sacar de golpe del barrio a tantas familias integradas y con los niños estudiando en la zona. Pero también hay quejas, porque el IGVS no está del todo atento a los desperfectos que han ido surgiendo y que, en muchos casos, han asumido los propios inquilinos.
«No saben lo que van a hacer con nosotros», asegura otra vecina que cada vez que firmaba la renovación del contrato se interesaba por su futuro. Al presidente del colectivo le han dado alguna respuesta que es un combinado de esperanza e incógnita: «Nos han pedido que esperemos a diciembre o enero, a ver si encuentran una solución, pero en la calle sin nada no deberían dejarnos», razona Benito González.