Profes

Cristóbal Ramírez

SANTIAGO

10 feb 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Conversa larga y grata hace días con una persona que da clases de Matemáticas en un instituto de Santiago, con un familiar del firmante como centro de la charla. Cuando comenzó el curso los colegas experimentados y algunas madres ya habían avisado, lamento solidario incluido, de que había tocado un hueso duro de roer, alguien exigente, docente que no se limitaba a impartir unos conocimientos superficiales sino que obligaba a trabajar por las buenas o por las menos buenas. Personalmente no tengo el gusto, fuera de esa charla circunstancial, pero garantizo que sí obliga a trabajar. Y con el añadido a favor de que hay facilidad total para que el alumno se acerque en los recreos y pregunte e insista hasta que le quede claro lo que tiene que quedarle claro.

En resumen, se trata de ese tipo de docentes que igual al rapaz no le caen simpáticos hoy —y máxime con las mates, que no son las más populares entre todas las asignaturas—, pero que con el paso del tiempo uno agradece haber estado con ellos, justamente porque con ellos se ha tenido que esforzar tanto que hasta se ha enfadado con medio mundo. Pero ha aprendido que es a lo que va al aula.

Horas después, conversación con una profesora de la universidad que estaba corrigiendo pruebas y se encontraba al borde de la depresión por el nivel, y lamentaba que en los institutos no hubieran apretado las tuercas al personal.

No vivimos en un estado de necesidad, y tal cosa es magnífica. Había necesidad en Galicia medio siglo atrás, y no quedaba otra que romperse la crisma para salir adelante. Esa cultura del esfuerzo se ha perdido por completo, y por eso necesitamos profesores exigentes. Incluso a pesar de algunos padres. Y madres.