Doroteo Arnáiz, la pintura grabada

Vítor Mejuto
vítor mejuto REDACCIÓN / LA VOZ

SOCIEDAD

VÍTOR MEJUTO

El Kiosco Alfonso acoge hasta el día 19 la donación del autor a la ciudad de A Coruña bajo el título «128+100+16. Doroteo Arnáiz. Unha doazón»

15 abr 2019 . Actualizado a las 09:16 h.

Para trazar un perfil de Doroteo Arnáiz tienes que hablar mucho más de su obra que de su personaje. Porque no hay personaje. Arnáiz no cultiva esas pintorescas extravagancias con las que los artistas deleitan a la alta burguesía, sea esta intelectual o financiera. Aunque esto no es del todo cierto: al personaje se accede a través de su conversación. Doroteo Arnáiz es, en el buen sentido, un polemista entrañable, porque puede hablar de casi todas las cosas del arte en primera persona. Él estaba allí.

No soy un gran entendido en grabado. De todas formas para mí la obra de Arnáiz es pintura. No estamos hablando de un artista que eventualmente abandona el caballete para, pegadito a su impresor, hacer una serie y dejarse deslumbrar por un registro distinto, por una mancha que se fija y se repite, creando un eco que alarga y documenta el impulso inicial hasta que se desvanece.

Doroteo Arnáiz es un pintor que, sencillamente, ha adoptado el grabado como su disciplina madre. Es un virtuoso y su técnica es depuradísima. Pero no es un exhibicionista. No es proclive a esas fiestas de texturas y gofrados, no se apoya en el tradicional léxico del grabado para crear una agradable epidermis llena de verborrea decorativa. No se abandona a cómodas artesanías. Lo que hay más bien es una transferencia de conocimiento entre lo que pasa en la pintura y lo que sale de un tórculo. Se trata de conseguir que una máquina, que está interpuesta entre el artista y el papel, sea capaz de mancharlo como lo haría su mano.

Por eso puedes acercarte a sus grabados como a una tela, puedes disfrutar de un denso campo de color o de grafías que son como pinceladas. En sus series o permutaciones realiza primorosos estudios de color y es como si Joseph Albers sufriera de fiebres figurativas.

Doroteo Arnáiz posee una iconografía propia y otra tomada de la historia del arte. Parte de esta última asimilada mientras estaba ocurriendo. Porque Arnáiz estaba en París cuando París aún era París. Un señor perplejo sentado en una butaca que observa o espera, una mujer libre que se mueve y que no espera. No se me ocurre un tema más actual.

También hay arte político pero no servido de un modo panfletario y redundante sino a la manera de Goya, mediante una descripción descarnada de los hechos y de los personajes. Crónica periodística si se quiere. Es solo cuestión de escoger bien el género: la crónica puede ser más poderosa que la opinión.

En realidad cuando hablamos de un artista comprometido siempre acabamos haciéndolo de política aunque, si se piensa bien, no hay compromiso más exigente que el del autor con su obra. Phil Ochs, el cantautor folk norteamericano más revolucionario y recalcitrante, lo expresó mejor que nadie: «En estos horribles momentos, la única verdadera protesta es la belleza». En el caso de Arnáiz es una belleza serena, alejada de la cálida palabrería del expresionismo. La mano caliente y desatada es más cercana y amable, pero una obra inteligente como la de Doroteo Arnáiz obtiene más réditos del hecho cierto de que para grabar hay que pensar.

De todos modos la grandeza de su obra está, en mi opinión, en sus motivos más humildes. Una maceta en primer plano y otra que desaparece tras el marco. Un objeto casi desprovisto de carga cultural, un reclamo deliberadamente tenue que obtiene toda su potencia de ese arcano lenguaje cavernario: la pintura. Otra vez.