La tradicional economía colaborativa y los hábitos del medio rural minimizan los efectos del estado de alarma

M.Cedrón
C. Andaluz

Mientras en las ciudades la gente se pelea por sacar a pasear el perro, en los pueblos de la alta montaña lucense y en las aldeas del oeste ourensano no hay gente suficiente para lindar tantas vacas, ni pastorear tantas ovejas. Esos núcleos se fueron vaciando por el éxodo rural, pero estos días algunos de los que hicieron las maletas vuelven, aunque no es verano, para refugiarse a la sombra de sus raíces.

En un momento en el que las personas enclaustradas en sus pisos de A Coruña o Vigo matan las horas con lectura, series o juegos de mesa, en esos pueblos en los que Internet se pierde en un laberinto de zonas de sombra, no hay tiempo para el aburrimiento. Porque ahí, donde la única actividad gira en torno a la farmacia, el supermercado, el banco o el centro médico de la villa más cercana, lo que más les ha cambiado la vida estos días es que les han cerrado el bar. Comida no les falta. Lo que no tiene un vecino se lo lleva el otro. Aquí no hay peleas por el papel higiénico. Porque ellos fueron los que inventaron la economía colaborativa antes de que tuviera nombre. Lo único es que se les acabó el trajín de ir de aquí para allá por las pistas para arreglar las guías para poder llevar un becerro al matadero, bajar el coche a la ITV o, como dice Isidro, un vecino de Casas da Serra, «baixar ata Becerreá o 19 á feira de San José ou ir á subasta de Acruga».

Isidro, junto con su mujer Ana, «a paisana», y su hijo Héctor son los únicos habitantes de Casas da Serra, una aldea del concello de As Nogais, levantada a 1.158 metros de altura junto «á primeira carretera nacional». Pero hace mucho tiempo que por esa vieja vía solo pasa su coche, los todoterrenos que suben a los pueblos de la montaña, el camión del pienso o el del ganado y el transporte escolar que recoge a Héctor para llevarlo al instituto a Becerreá. «A menos que quede ás clases particulares, que entón me vai buscar meu pai, vou no transporte», dice este chaval de 15 años que estudia 3.º de la ESO, el único menor en la aldea. Los que viven más cerca están en Doncos, a cinco kilómetros.

Ahora Héctor no sabe cuándo volverá a bajar al instituto. Echa de menos las clases: «Mándannos deberes polo programa Abalar, pero como ninguén che explica nada, teste que guiar polo libro, hai moitas cousas que non sabemos facer. E claro...», alega. La cobertura para acceder a ese aula virtual no le falla, «rede non temos, a Internet chega aquí por sinal de satélite», pero le gustaría poder dar alguna clase virtual por videoconferencia. Lo que peor lleva es no poder ver a sus amigos. Por el resto, ni tan mal. Ayuda a sus padres con el ganado de carne, a echar el fertilizante en los campos...

Su padre, en cambio, echa en falta la libertad de poder coger el todoterreno para bajar hasta As Nogais, Pedrafita o Becerreá: «Aínda que neve agora é complicado quedar illado con estes coches. Hai anos houbo unha nevada que non sabía como ía facer para volver para a casa, pero agora iso xa non pasa no inverno». Vivir tan alto tiene además sus ventajas. Por algo, como cuenta, algunos de los que están fuera han vuelto estos días. El jueves pasado, prosigue, antes de que decretaran la alerta, «Pedrafita estaba chea de movemento. Díxome o da gasolinera que parecía Semana Santa».

A Dominga no le ha cambiado mucho la vida. A su nieta Sandra, en cambio, le queda estudiar en casa la oposición e ir sacar las vacas.
A Dominga no le ha cambiado mucho la vida. A su nieta Sandra, en cambio, le queda estudiar en casa la oposición e ir sacar las vacas. VÍTOR MEJUTO

Héctor y su familia viven relativamente cerca de Doncos, una de las parroquias más habitadas de As Nogais. A la puerta de una casa Dominga toma el sol. Tiene 85 años. Su rutina no ha cambiado con el aislamiento. «Axúdolles algo a facer a comida, valín para moito, traballei moito, pero agora o único que quero é non dar traballo», dice. Ella vive al lado de su hija y su nieta Sandra. La forma en la que les ha cambiado la vida el coronavirus es diferente. Dominga es rotunda: «O único que pido é que non lles veña aos novos, que os vellos non facemos furado». A Sandra la alerta por pandemia la ha dejado sin clases para preparar la oposición, «aínda que só ía os mércores». Tampoco puede ir a la biblioteca ni ir a tomar un café. ¿Cómo pasa el tiempo? «Estudiando as oposicións para Maxisterio e indo coas vacas», relata.

Un minuto antes un sobrino de Dominga pasó ante su casa: «Agora non te podo atender, que vou coas vacas», espetó mientras un pastor alemán con dotes de buen guía animaba a la última becerra a no quedarse atrás.

Olga no ha cambiado sus hábitos. La única diferencia es que ya no pasan peregrinos frente a su casa, como antes del Xacobeo 93
Olga no ha cambiado sus hábitos. La única diferencia es que ya no pasan peregrinos frente a su casa, como antes del Xacobeo 93 VÍTOR MEJUTO

Más lejos, al otro lado de la A-6, en la carretera que discurre desde la aldea de O Cebreiro —que, de un plumazo, ha vuelto a un pasado en el que el turismo era un sector que explotaban en la Costa del Sol—, Olga atiende desde la puerta de su casa de Liñares. Mejor no salir: «Hai que manter a precaución porque din que xa está en Cacabelos».

Tiene más de setenta años. Vive con su marido, que pasa de ochenta. Ni a uno ni a otro les ha cambiado la vida. «Traballamos na horta, coidamos os animais porque quen os vai atender...», admite. Lo único que se ha paralizado es el ir y venir de romeros que, desde que se popularizó el Camino Francés, con aquel primer Xacobeo, del 93, no han dejado de pasar por delante de su casa: «Agora volvemos aos tempos de antes, cando non había peregrinos». Unos tiempos en los que por estos pueblos de la montaña los únicos foráneos que pasaban eran los que repartían el pescado, el cartero o alguna ambulancia.

Jerónimo Vázquez vende pescado por los pueblos de la comarca de O Ribeiro
Jerónimo Vázquez vende pescado por los pueblos de la comarca de O Ribeiro Santi M. Amil

Al oeste de Ourense, Jerónimo Vázquez se levantó muy temprano, como todas las mañanas, para poder llegar al puerto de Vigo a tiempo. Él reparte pescado todos los días por los pueblos de O Ribeiro y a las diez de la mañana ya está en ruta. Es el JustEat de la comarca. Empieza en la villa, en Ribadavia, y va parando casi puerta por puerta. Los guantes son una herramienta más de trabajo, pero desde hace unos días lleva mascarilla. «Se lleva bien, con paciencia y calma. La gente sigue saliendo a comprar igual, solo tienes que tener un poco de precaución y no te acercas demasiado», comenta. Y así es. La clientela va llegando a cuenta gotas como un día más.

En Avión, en su capitalidad, todo es movimiento. En su calle central hay más gente que en la Puerta del Sol de Madrid. Todo el comercio local en una pequeña villa, bancos, supermercados y farmacia, están abiertos. Aunque sí se ven colas en la calle, respetando las medidas de separación. Al alejarse la estampa es diferente. En Oroso, aldea de este concello, está Tito Gabián Rosendo con sus ovejas. «Claro que preocupa», dice cuando se le pregunta por el coronavirus. Él no necesita la excusa de las mascotas, tiene de sobra y no le queda otra que sacarlas. «Los que tenemos que trabajar tenemos que trabajar. Tengo ovejas, cabras... Los únicos que están en casa son los niños. A mí no sé, pero a las ovejas las cuida el perro», afirma sonriente.

—¿Qué prefiere que venga el coronavirus o el lobo?

—El lobo, el lobo. Pero todo tiene que pasar.

Tito Gabián cuida a sus ovejas en la aldea de Oroso en el concello de Avión
Tito Gabián cuida a sus ovejas en la aldea de Oroso en el concello de Avión Santi M. Amil

Hace tiempo que el medio rural ourensano está aislado, por eso la idea de tener que coger el coche para hacer cualquier gestión no es algo raro. Y si uno no puede, pues te ayuda el vecino. Aquí la economía colaborativa existe desde siempre. Y muchos de los que se han quedado deben recorrer kilómetros para ir a trabajar. «Mi mujer y mi hijo están en O Carballiño, ya hacen allí la compra», explica. A pocos metros vive Vanesa Estévez. Estos días está en casa junto a sus hijos que, pese a vivir en plena naturaleza, juegan en el patio de la casa.

Y repite una de las quejas que más se escuchan estos días en los pueblos: «El problema no lo tenemos nosotros, es que ha venido mucha gente de fuera», arguye. En el caso de Avión han sido muchos los emigrantes en México que regresaron estos días para asistir al funeral del empresario asesinado y ya se han quedado. «Nosotros no los invadimos, que no nos invadan», lanza entre risas.

Los niños Mikel y Lara juega en el patio de su casa en Oroso, concello de Avión
Los niños Mikel y Lara juega en el patio de su casa en Oroso, concello de Avión Santi M. Amil

Vanesa explica que los bulos también llegan a las zonas del rural y que les obliga a tomar precauciones. «Ya he escuchado que en un pueblo cerca de aquí, en Lama, hay una persona infectada. Y otra en O Carballiño. Así que aunque los niños salen a veces siempre te queda un temor. De todas maneras, los míos se reúnen con sus primos, que viven unas casas más allá para jugar juntos», señala. Sobre los mayores que viven en la aldea afirma: «Aquí la gente es muy fuerte».

Un trabajdor en  la aldea de Ludeiros, en la Serra do Xurés y cerca de la frontera portuguesa
Un trabajdor en la aldea de Ludeiros, en la Serra do Xurés y cerca de la frontera portuguesa Santi M. Amil

Al sur de la provincia, en A Baixa Limia, la situación es similar. Por la carretera se ven escasos coches y casi todos de reparto. En la aldea de Ludeiros, en plena la Serra do Xurés y cerca de la frontera portuguesa, dos hombres están cortando troncos. Son de Grou y de Lobios, a pocos kilómetros. «Aquí estamos traballando uns poucos», asegura. Y de nuevo habla de los «foráneos», de los que han adelantado sus vacaciones estivales en el pueblo. «Se a empresa di que queden na casa, que queden na casa e non veña para aquí. Cren que nós podemos con todo. Ademais saen a pasear como se nada», prosigue bastante enfadado.

Serafín Pereira en  la aldea de Ludeiros, en la Serra do Xurés y cerca de la frontera portuguesa. Cuida de su mujer impedida
Serafín Pereira en la aldea de Ludeiros, en la Serra do Xurés y cerca de la frontera portuguesa. Cuida de su mujer impedida Santi M. Amil

A lo lejos aparece Serafín Pereira. Tiene 85 años y vive con su mujer, que lleva dos años encamada. Tiene la ayuda diaria de dos personas. Desde el aviso del coronavirus solamente pasea de la puerta de su casa a la acerca contraria. «Quero ir mañá ata Lobios para mercar algo. Irei coa rapaza que está con nós pola mañá, a ver se me deixan ir», concede.

—¿Y para las medicinas?

—Pois teño que chamar polos de Protección Civil e darlles a cartilla e así van eles.

Lo detalla con cierta resignación, como si fuera simplemente un golpe más de los muchos que ha tenido a lo largo de los últimos años: «Vamos ben, que remedio. A ver canto dura isto. Ela non pode saír, pero eu necesito airearme algo, é o que hai».