El doctor Bartolomé Beltrán recuerda a su gran amigo e ilustre académico gallego, que fue jefe del servicio de Medicina Nuclear en el Hospital Gregorio Marañón
02 abr 2020 . Actualizado a las 05:00 h.No sé si empezar por los sentimientos, las emociones o los momentos vividos. Ninguno me sirve para transmitir el impacto que he sufrido al perder a un gran amigo, mi querido compañero de Academia, el doctor José Manuel Pérez Vázquez. Todos tenemos algún enigma y muchas veces desconocemos la clave de los sigilos. Todos coleccionamos despojos, extraviamos ecos y perdemos muchas adversidades en la placidez de nuestros sueños. Justo cuando había captado más y mejor al personaje Pérez Vázquez, se me ha ido sin poderlo despedir como corresponde al humano y a lo divino. Queda esa caballerosidad que él imprimía en su forma de vestir, y su manual de estilo, en su hoja de ruta y en sus amigos de verdad.
Aunque estas filosofías podrían ser de Mario Benedetti quiero llegar al realismo de las vivencias. Un día, en verano, llegó a Mallorca y pudimos compartir en la hospitalidad de esa isla maravillosa todo tipo de ilusiones y motivos geográficos que acababan en cenas allá por los años dos mil. Le fascinó el enigma de Mallorca e interpretaba a Unamuno o Rubén Darío en esas expresiones de «tanto encanto en todas partes. Y qué hay de nuestro oficio para todas las artes». O «la isla de oro es una perla entre las dos conchas azules del cielo y del mar», como dijera Unamuno.
Al doctor Pérez Vázquez nunca le escuché un exabrupto ni tampoco una complacencia verbal con quien no lo mereciera, pero tampoco habló jamás delante de mí mal de nadie. Era grande en su visión propia, cosa que le impedía bajar el listón ante los advenedizos y mediocres.
Cómo me gustaría dedicarle unas coplas al estilo de Jorge Manrique para que en su elegía rezumaran las que escribió el autor en el siglo XV, imposible en mi caso. Pero por ventura estaría bien recordar el alma dormida de nuestro ilustre académico para que recordemos «cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando, cuánd presto se va el plazer, como después de acordado da dolor, cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado, fue mejor».
Pérez Vázquez me enseñó la medicina nuclear, las gammagrafías y otros avances de la oncología predictiva más vanguardista. Él me contó lo que eran los fármacos transportadores, los isótopos radiactivos y cuestiones del ámbito medico inaccesible a los que no conocíamos los orígenes de su especialidad. Lo hacía con orgullo, consistencia y conocimiento. Aprendí con él las posibilidades del tecnecio, del galio, del yodo y, de la gammagrafía renal o tiroidea.
Pero su sociología era puntual, amplia y discreta. Su Arca de Noé, mis amigos de Mallorca que fueron en barco con él y su mujer, su Armando Tejerina, Paco Ivorra, el presidente de la Academia, Luis Ortiz, Alberto Núñez Feijoo, Enrique Beotas e ilustres gallegos de su admirada Casa de Galicia en Madrid. Sobresale el mensaje que dos semanas antes de su muerte transmitió al eminente ginecólogo pontevedrés y presidente de A.M.A. el doctor Diego Murillo Carrasco, al que le decía en un wasap después de aterrizar en Madrid de su viaje a Ecuador: «Querido Diego, el crecimiento de A.M.A. América espectacular. Tu trabajo, ejemplo a seguir por todos. Cuídate del coronavirus. Un fuerte abrazo».
Se nos fue un gran gallego, un gran médico y un ilustre español que me recuerda las fronteras de la enfermedad. Hoy todos podríamos ser el doctor Pérez Vázquez, pero se fue solo y no le pudimos despedir ni abrazar siquiera, pero nos quedamos aquí sin saber qué será de nosotros y por eso nos impacta el sentido maléfico de su muerte y el esplendor ejemplar de su vida.