
Todavía estremecen las palabras de Simone Biles y otras compañeras, campeonas mundiales, al narrar el horror sexual que vivieron durante años. Se viralizaron en todo el mundo: «Culpo a Larry Nassar, pero también a todo el sistema que permitió y lo perpetró».
No hace falta irse a la sala de vistas de un juzgado, ni a unos Juegos Olímpicos, para presenciar cómo ese mismo sistema perpetúa el abuso en todas sus formas desde la base, desde el mismo corazón del deporte. Ese hedor paternalista está en los campos y en los pabellones del día a día. También la desigualdad. Quién no conoce a algún club receptor de jugosas subvenciones por tener un equipo femenino que es capaz de autofinanciarse por sí solo, como también por sí solo llega en muchas disciplinas a la misma categoría que su homólogo masculino.
Iguales de cara a la galería, a los saraos, a los titulares. Desiguales, ciertamente en las antípodas, cuando a esas heroínas del titular les toca cobrar —si es que lo hacen— mientras ven cómo a sus compañeros hombres les financian hasta la farra de las victorias. Les colocan planchadita la equipación. Les llevan en volandas el material. Y, en definitiva, viven de ese mismo deporte por el que ellas se desviven para llegar a tiempo al entreno, a clase, al trabajo, a fin de mes. Si el deporte femenino es deporte, deberían ser tratadas como lo que son: deportistas. En su club y en unas Olimpiadas. Sin abusos.