«Mato o porco dende que tiña cinco anos»

Serxio González Souto
serxio gonzález VALGA / LA VOZ

SOCIEDAD

Alejandro Bello y su abuelo Gustavo, con la pistola aturdidora, el cuchillo y una ristra de chorizos
Alejandro Bello y su abuelo Gustavo, con la pistola aturdidora, el cuchillo y una ristra de chorizos Martina Miser

Al ritmo que cambian las cosas, la de matachín acabará ganando el prestigio de las ocupaciones que remiten a un tiempo legendario. Por ahora, un chaval y su abuelo sostienen el espíritu de la matanza desde una aldea de Valga

25 nov 2023 . Actualizado a las 14:24 h.

Es posible sostener con Goethe que Europa nació peregrinando a Compostela, en la misma medida en que lo hizo en torno a la matanza del cerdo. Una ceremonia violenta y dionisíaca que, desarrollada en el ámbito doméstico, palpita en el mismo corazón de la sociedad tradicional europea, por mucho que el sofisticado mundo urbanita se haya esforzado por olvidar las raíces sobre las que se levanta, hasta llevar a sus generaciones más jóvenes a sospechar que los filetes de lomo nacen misteriosamente en los estantes de los supermercados. Basta con rascar un poco ese barniz profiláctico para darse de bruces con una fiesta esencial que huele y mancha, y encierra en sí misma una de las más valiosas enseñanzas simbólicas que puedan imaginarse, al girar en torno a la muerte cuando es generadora de alimento y vida.

Alejandro Bello tiene veinte años y participa en la matanza desde que guarda memoria: «Mato o porco —recuerda el chaval— dende que tiña cinco anos». Las bases tradicionales de la sociedad gallega se tambalean, pero las cosas no han cambiado tanto como para que un joven habitante de una aldea como la suya, en Louro (Valga), desconozca el oficio de matachín. Un término cuya sonoridad, a diferencia del castellano matarife, formal, riguroso y frío, habla en diminutivo y juguetea con el humo y el laurel de una lareira. A sus 82 años, su abuelo Gustavo charla con él de los entresijos del sacrificio. «Matamos para a casa e criamos un só porco; non se come coma antes. Entón chegabas a matar un porco de 230 quilos; agora, con noventa ou cen, chégalle de sobra».

Alejandro manipula la pistola aturdidora. En sus manos se asemeja a una espada láser. Es raro, pero incluso a una botella de Mil Nueve. Lo importante es que se trata de un artilugio eficaz, que ahorra al animal la angustia y aquellos gritos de desesperación aspirada que a cualquiera que haya pisado un cortello le seguirán poniendo los pelos de punta. «Dispara un cartucho a presión no medio da fronte do porco». El cocho queda noqueado y apenas nota el golpe de cuchillo, propinado de abajo a arriba, que busca la yugular y lo desangra. Ese sangrado es, junto a la necesidad de un cierto grado de frío, el secreto de una buena matanza. «Canto máis frío mellor, porque entala mellor a carne». No hace mucho, una brasa encendida permitía chamuscar su piel. Ahora se trabaja con un soplete —«o propano é mellor»— y un cuchillo de filo ancho y curvo, que raspa y limpia.

«Cando o sangue caía, íase recollendo e diluíndo con auga, mesmo con xeo e sal, para que arrefriase. Mesturabas fariña triga e azucre, algunhas veces mel, e hai quen lle botaba uvas; así era como se facían as boas filloas». Ya abierto, al cerdo se le retira el unto, que se enrollará para ser ahumado, y a continuación los riñones y la tripa. «E as alegrías: os pulmóns, o corazón, a lingua», subraya Alejandro, que paladea los filetes de secreto o lagarto, del cuello o la ingle. A Gustavo se le curvan los ojos en una sonrisa antigua cuando manifiesta sus preferencias: «Para min é o touciño, nin moi pouco nin moi cocido, entremedias, e cunha febriña polo centro».

Seguridad sanitaria.

El envío al veterinario de una muestra de la carne del cerdo sacrificado en casa y para consumo propio resulta imprescindible. El sanitario debe certificar la ausencia de las larvas que provocan la triquinosis.