
La machacona letra lo repetía claramente y el sábado el jardín tuvo más espinas que rosas. No solo porque la apuesta española para Eurovisión otra vez ha sido incapaz de pulsar la tecla adecuada para hacerse con el festival, y van unas cuantas, sino porque el asunto de las votaciones, otra vez, ha sido bastante espinoso.
El norte recuerda. Y, por cierto, Galicia parece haberse desvinculado del festival de la canción después de lo que ocurrió con Tanxugueiras, porque ha tenido el dato de audiencia más bajo de todas las comunidades autónomas. Lo cierto es que es difícil olvidar lo que aconteció en aquel festival que sonó más a aldraxe que a otra cosa. Este fin de semana, las reverberaciones de aquella polémica han vuelto a alcanzar la sede del festival, Basilea.
Por mucho que se empeñen en separarlo, Eurovisión —como casi todo en la vida— es política. No, desde luego no hay mandatarios sentándose a la mesa para tomar decisiones, pero el soft power está impreso en el ADN del festival, que camina por un sendero de espinas desde que se le han señalado las costuras. Por qué se expulsa a unos países y no a otros, o por qué la actuación de Israel fue recibida con abucheos, lanzada a la fosa de la irrelevancia por los jurados y posteriormente elevada a los primeros puestos por el televoto es una incógnita que quizá no se despeje nunca.