Esos feos tan guapos

YES

María Pedreda

11 sep 2021 . Actualizado a las 10:14 h.

Sobre el misterio de la belleza pensamos estos días tras la muerte del primer guapo feo de la modernidad. Jean Paul Belmondo inauguró la estirpe de quienes contradicen las proporciones áureas y aún así maravillan, un misterio cautivador que en su caso era fácil de comprobar cada vez que compartía plano con la belleza perfecta y glacial del exquisito Alain Delon. A Belmondo me lo crucé hace dos décadas en un estanco a cien kilómetros de La Habana, vestido de lino blanco, tostado y excesivo. Descendió de un descapotable de los cincuenta con una rubia despampanante como si acabase de escuchar «acción» y su desgarbada virilidad fuese a doblegarte allí mismo. Las crónicas desentrañan estos días las claves de su francesidad, los motivos por los que se convirtió en un símbolo de lo que representan. Pero en ese físico contradictorio del que también disfrutan actores como Adam Driver o Vicent Cassell parecen habitar algunos de los misterios que nos habitan. Porque si no existe una frontera clara entre la belleza y la fealdad, entre lo hermoso y lo horrible, quizás tampoco exista entre el bien y el mal. Puede que ahí dejara Belmondo su mejor lección, la lección de los matices, la evidencia de que nadie es guapo ni feo siempre, bueno ni malo siempre, sino todo a la vez.

Programa estos días Netflix una de las series más crudas de los últimos tiempos. Se titula Los vencidos y cuenta qué fue de Berlín en 1946. En el relato plano de la historia, ese que pulimenta los matices hasta convertir la realidad en una mayúscula mentira, suponíamos que la victoria aliada había liberado al país del demonio y que vencido Satán lo que allí se instaló fue el paraíso. Pero tras la derrota de Hitler, Berlín siguió siendo un infierno, un abismo sucio y repugnante en el que la vida no valía una mierda y los vencedores de la guerra trataban de repartirse el mundo en el tablero de una ciudad en ruinas. Eso pasó tras los deslumbrantes desfiles de la victoria y la liberación de Alemania, que tras la devastación vino más devastación. Porque a veces lo contrario de la guerra no es la paz. Igual que lo contrario de lo guapo no tiene por qué ser lo feo.