Luis Rojas Marcos, psiquiatra: «Hablar solo es muy sano»

YES

El doctor Rojas Marcos, autor de «Optimismo y salud» y «Estar bien aquí y ahora».
El doctor Rojas Marcos, autor de «Optimismo y salud» y «Estar bien aquí y ahora». cedida

A sus 78 años, se pone un 8,5 en satisfacción con la vida. El niño hiperactivo que suspendía todo es un profesional de prestigio y un corredor de fondo. «Hay que separar locura y maldad. Una enfermedad mental no te convierte en Putin», afirma

13 nov 2023 . Actualizado a las 19:23 h.

Es un corredor de fondo que no ha fallado, a sus 78, a la última cita con el maratón de Nueva York. El psiquiatra Luis Rojas Marcos (Sevilla, 1943), que dirigió el sistema de hospitales públicos de Nueva York del 1995 al 2002 y vivió el 11S en primera línea, revela que su 25.º maratón le llevó nada menos que «cinco horas y seis minutos». «Lo hice corriendo y andando...».

Luis no es el chico que en el 68 cruzó el Atlántico con su título de médico bajo el brazo para descubrir en Nueva York el cielo abierto, ese lugar con luces y sombras, pero «donde las oportunidades te persiguen». Más de medio siglo después, no es exactamente el mismo, pero su optimismo ha mejorado. En esto ayuda, dice, el ejercicio físico, que empezó a hacer a los 49 años. «Fui de los que empezaron tarde, pero el ejercicio me ayudó tanto...», confiesa.

 En este mundo pandémico, bajo la amenaza incalculable de Putin, el médico se detiene a subrayar que «la maldad no es locura». ¿Putin no es un loco? «Yo no puedo comentar la salud mental de Putin porque no lo conozco, pero hay que separar la salud mental de la maldad. Dañar a otros y no sentir compasión ni culpa es maldad. Parece que, si alguien hace una barbaridad, está loco. Y no es así».

¿Pero necesitamos todos un terapeuta? «¿Todos? No, no el cien por cien, pero muchos sí. A mí, hacer terapia me ayudó muchísimo».

—¿Cómo te ayudó ir a terapia?

—Yo en los 70 iba tres veces a la semana, porque era obligatorio si querías ser terapeuta, y aprendí mucho. La terapia, eso de hablar y conocerte a ti mismo, es útil. Y es muy importante evitar ahondar, como decía, en el estigma de la enfermedad mental. Tener un problema mental no me convierte en Putin. No hay una enfermedad que yo conozca en la que el síntoma sea la maldad. Las personas que no sienten compasión no son enfermos. A los enfermos mentales se les ha culpado de todo; esto no es la realidad, y ha hecho daño. Ha hecho que muchos que podrían solucionar sus problemas no busquen ayuda por el qué dirán».

—Hasta un 15 % de los menores de 30 años toman psicofármacos, según los últimos datos del CIS. ¿Por qué son tan vulnerables a la «pandemia de la salud mental»?

—En la adolescencia el futuro es muy importante, más que en otras etapas. Esta pandemia ha traído, además de millones de muertes, una gran barrera: la incertidumbre. Más de la mitad de las cosas que piensan o de las que hablan las personas tienen que ver con el futuro. La pandemia ha destruido ese sentido de futuro, y esto causa un estrés, una angustia, una ansiedad profundas, que afectan tanto a la salud física como a la mental.

—¿Es posible separarlas?

—Es muy difícil. El cuerpo y la mente van unidos, para bien y para mal. Está demostradísimo, por ejemplo, que el ejercicio físico regular es bueno para la mente. Esos ejercicios que se hacen para conectar el cuerpo con los sentimientos son muy útiles. El cuerpo y la mente no se pueden separar. Volviendo al adolescente, el cuerpo tiene una función importante a esa edad. Hay que entrenarlo, cuidarlo.

—¿El optimismo nos da años de vida?

—Sí, pero hay que definir qué es optimismo. En la cultura europea, se ve al optimista como alguien ingenuo. El optimismo, tal y como lo estudiamos en los últimos 50 años, no es esperar que las cosas mejoren solas, es hacer. Localizar el centro de control dentro de ti mismo a la hora de atacar un problema es un rasgo optimista. El primer rasgo de optimismo es: «Yo puedo hacer algo en esto», y el segundo, la esperanza. «Tengo la esperanza de conseguir mejorarlo».

—Pero esperanza, aunque sea muy en el fondo, la tenemos todos, ¿no?

—No se puede vivir sin esperanza. Un maestro decía que se puede vivir mes y medio sin comer, siete días sin beber, sin respirar unos seis minutos, pero sin esperanza nada. Pero yo quiero distinguir esta esperanza activa de esa otra que no depende de ti, la del «todo va a ir a mejor, pero no tengo que hacer nada». El «que sea lo que Dios quiera» ha causado muchas muertes.

—El azar es determinante...

—La diosa Fortuna era una de las más atractivas. La suerte juega un papel importante, pero poner tu esperanza en la suerte solo está bien cuando vas a jugar a los dados, al casino. Ante un desastre, como puede ser esta pandemia, hay un grupito de personas, que pueden ser una tercera parte, que descubren en el proceso cualidades suyas que desconocían. Hay gente que descubrió en la pandemia que tiene más capacidad para programar su vida de lo que pensaba.

—(Mi hija se pone a llorar en el transcurso de esta entrevista, Rojas Marcos lo encaja con naturalidad).

—Esto es un ejemplo de un reto que nos ha puesto la pandemia. Hemos tenido que aprender a adaptarnos a gestionarlo todo en un mismo espacio... [No solo aprovecha la interrupción para valorar lo que ha sucedido, saluda a mi hija, le pregunta su nombre, le dice que se llama Luis, le habla con simpatía]

—¿Y eso es bueno, hacerlo todo en un mismo espacio, no separar?

—Es bueno si te mantiene en contacto con tus hijos, tu marido, tu amigo, pero interfiere en ambas partes. Esa separación que es importante para los hijos con esto se complica.

—¿Pero podemos hacer bien dos o más cosas a la vez?

—Es muy difícil, porque requiere una capacidad poder interrumpir ciertos trabajos y mantener la atención. Es un reto.

—Al menos, algunos hemos podido pasar más tiempo con los hijos.

—Sí. Mi madre estaba en casa. Esa relación de convivencia entre madre e hijo puede ser muy positiva.

—¿Cómo pone una madre los límites con los hijos si teletrabaja?

—Una forma es explicárselo a ellos. Si son pequeños, se puede hacer a través de historias o con figuritas. «Está mamá, pero mamá tiene que hacer esto y no te puede atender ahora. Eso no quiere decir que no te quiera, pero tiene que hacer cosas para poder quererte más». La comunicación es útil, sobre todo si se hace desde el principio. Los niños entienden muy bien... si uno se lo explica en el momento en que escuchan.

—¿Estamos criando, como dicen, a la generación más blandita de la historia? ¿Necesitan más «mano dura»?

—¿«Mano dura» qué significa? ¿Castigo físico, rigidez, poner límites? Es importante saber qué queremos decir con «mano dura». Si es poner límites, está bien, es necesario. Pero, si con «mano dura» se refieren a lo que yo vivía de niño, la cosa cambia. Entonces, el niño que hacía una travesura se llevaba una paliza. El castigo físico no es útil, no vale para educar. No solo en la educación. Yo lo he visto también en las cárceles. La mano dura de violencia no funciona, crea heridas muy profundas, heridas mentales, psíquicas, que son traumáticas.

—¿Cómo se curan las grandes heridas?

—Sobre todo, hay que entender lo que pasó. Y luego lidiar con el trauma, aprender a tranquilizarse, concentrarse en cosas productivas y no enfocar de forma obsesiva la herida. El tiempo es importante también. Por ejemplo, en un duelo necesitamos nueve o diez meses para superar el duelo profundo. Recibir ayuda es importante y pasar página. El olvido nos ayuda.

—¿Y el humor?

—El humor ayuda mucho a tratar contradicciones e inconsistencias, un «yo odio y me da pena la misma persona».

—La relación con los demás es la fuente más frecuente de satisfacción y, a la vez, la más frecuente de conflicto e infelicidad, señalas. ¿Cómo nos marcan la infancia, nuestros padres?

—De manera esencial. El cerebro, en esos primeros 10 o 12 años de vida es muy sensible. Su tamaño se cuadriplica en 15 años. La relación con los padres es básica y va a afectar a todo lo demás. Por eso, es importante tratar de entenderla.

—¿Aún nos avergüenza la vulnerabilidad? ¿Sobre todo, a los hombres? Está mejor vista la fuerza, aunque solo sea fachada.

—Yo viví en esa cultura de que el hombre no debe demostrar sus sentimientos. «Un hombre llorando... ¡por favor!». Son imposiciones que van en contra de la esencia del ser humano. Pero eso está cambiando. Hay más comunicación, pero hay otras ansiedades. Me gusta ver los avances generales de la humanidad. Si uno mira la historia de la humanidad, los avances han sido increíbles. Para mí, el mayor avance de todos ha sido la esperanza de vida. Si estamos muertos, no tenemos la oportunidad de ser felices ni de hacer nada de nada. ¡En los últimos cien años, se ha duplicado la esperanza de vida! España es el segundo o el tercer país del mundo en este aspecto. Y hay quien dirá: «Sí, sí, vivimos más, pero esta vida no hay quien la aguante»...

—¿Cómo te sientes hoy de feliz, mejor ahora que de adolescente?

—Es que yo hasta los 15 años lo pasé muy mal. Tenía un trastorno de atención y me suspendían en todo, lo cual caía fatal en mi casa. Me he enfrentado en la vida a pérdidas muy dolorosas, a divorcios, pero he tenido la suerte de superarlo. Me siento muy satisfecho con las oportunidades que me ha dado Nueva York, y ha sido por esos ángeles de carne y hueso que vieron en mí algo positivo.

—¿No echas de menos España?

—Yo voy a menudo, y me encanta. España es de los países más sanos, más receptivos, donde la gente no dice que es feliz... ¡porque está mal visto! En España la queja es un instrumento fundamental. Lo digo siempre. 

—¿Del 0 al 10 qué nota le das a tu satisfacción con la vida? ¿Te has dado un 10 alguna vez?

—Un 10 nunca. Ahora me daría un 8,5. Si me lo preguntas cuando murió mi hijo, un 2. Si me preguntas por mi vida en general, y hay que verlo así, un 8,5.

—Veo en tu Twitter que hablarle al perro o gato es bueno...

—Sí, ¡son buenos terapeutas! Captan, escuchan. Mi madre le hablaba mucho a las plantas, y en una época en la que hablar solo era «de locos»...

—¿Qué pasa si hablamos solos?

—Hablar solo es muy sano, sobre todo si te hablas bien. Es una forma de escucharte, de terapia. Pero tenemos que tratarnos bien. Hablar es sano, la gente habladora vive una vida mejor.

—¿Ves mucho complejo de superioridad? ¿Tendemos a creernos el ombligo del mundo, mejores que otros?

—Los problemas que yo veo no son porque se creen los mejores del mundo... Yo veo más el «Es que no me puedo aguantar a mí mismo, no me gusto, tengo un carácter que no...». El que se cree el rey del mambo, mientras no haga daño a otros, me parece bien. Yo estoy más acostumbrado a los que no se sienten capaces, a los que piensan: «Cómo voy a salir yo de esto si soy un desastre, si yo no sé tratar a la gente».

—Quien se conoce bien ve sus limitaciones, ¿no?

—Sí, y está bien mientras uno se sienta bien con cómo es. Mientras seas comprensiva contigo, bien. Y, si no, hay posibilidades de cambiar...

—¿Realmente, podemos cambiar nuestra forma de ser y de ver las cosas?

—Sí, pero, recuerda, para empezar ponemos el control dentro de uno mismo. «Yo quiero cambiar, confío en que puedo cambiar para arreglar en mi vida ciertas cosas». Por ahí hay que empezar. Hay que empezar por un «Yo puedo hacer ciertos cambios». E ir paso a paso. 

—A menudo, lo que queremos cambiar es a los demás, el pensamiento de los otros, sus reacciones, su forma de tratarnos... ¿No es algo que sucede mucho?

—Ah, el cambiar a los demás suele ser complicado, a no ser que los demás quieran cambiar, ¿verdad? El cambiar es como el viajar. Hay quien viaja porque desea conocer cosas nuevas, pero también está el miedo. Como psiquiatra, cuando alguien viene a verme durante años, le digo: «Yo no te puedo cambiar». Yo te puedo dar una pastilla, pero no te puedo cambiar. Yo te puedo ayudar con una guía, con unos pasos. Dime algo que quieres cambiar...

—Quiero ser más optimista, por ejemplo.

—Definamos qué es optimismo, veamos si confías en tus capacidades o no, en cuáles confías y en cuáles no. Igual un día podremos acceder al cerebro y cortar ese pedacito que hace que te importe demasiado lo que hacen o piensan los demás de ti. ¿Cambiar a otros? No. Podemos tratar de convencerles. Decirle al otro: «Mira, cuando comas conmigo trata de comer con la boca cerrada. Es que comes con la boca abierta ¡y no lo aguanto!». Pero, claro, la persona ahí tendría que decirte: «Pues mira, no me había dado cuenta, lo voy a intentar». Pero también puede decirte: «Mira, he comido así toda mi vida, aguántate».

—A veces algo del otro te saca de quicio, pero en conjunto te gusta, ves que en conjunto es una relación satisfactoria.

—¿En conjunto? Esa es una visión muy razonable. «No me gusta esto, pero sí esto y lo otro». Es como la satisfacción con la vida; si buscamos una fórmula, tú pones en el numerador todo lo que tienes, lo que consideras positivo de tu vida, y en el denominador, todo lo que gustaría tener. Si tienes diez cosas positivas y quieres tener más de las diez que tienes, ¡ahí la satisfacción da trabajo! Pero estas son medidas simplistas, aunque al final es importante hacer una lista de todo lo que uno tiene.

—¿Hay una fórmula de la felicidad en pareja?

—Ah, es complicada, ¡porque son dos personas! Esta es otra profesión, la de psicoterapeuta de pareja, o de familia. Funciona muy bien esa terapia. En una época de mi vida, entré en el mundo de la terapia de pareja, y había mejoras impresionantes. ¡Y rápidas! Cuando me divorcié, debieron de poner un anuncio aquí de «Psiquiatra divorciado», ¡porque me llegaban una cantidad de pacientes con problemas con la esposa, el marido...! Puse otro sillón en mi consulta y había desde esas mejoras milagrosas en las que el hecho de venir los dos juntos, solo ese hecho, a verme mejoraba la situación. Cuando les decía a los dos de la pareja: «Sentaos, contadme», me decían: «Pues fíjese que, desde que hemos decidido venir a verle, nos llevamos mucho mejor. Y es la primera vez que venimos...». «Hemos pasado una semana desde que decidimos que vamos a venir a verle como pareja y en este tiempo ya nos llevamos mejor». El hecho de daros cuenta de que tenéis un problema y decidiros a afrontarlo ya mejora las cosas, os sentís mucho mejor. En otros casos, es distinto, uno de los dos no quiere venir... Pero en medicina, y en general, ese primer paso es decisivo: lo que llamamos conciencia de enfermedad. Y luego la motivación para tratar la enfermedad. Si un paciente, del tipo que sea, sea diabetes o depresión, no tiene conciencia de enfermedad, si dice que no está enfermo, que no le pasa nada, ahí no puedes hacer nada. Por eso, la gente que no siente dolor muere antes. A veces, la persona sí tiene conciencia de su enfermedad, pero no motivación para superarla, dice: «Sí, tengo un problema, pero ahora a mi edad ya... prefiero vivir con el problema que meterme ahora a solucionarlo. Hay personas incluso con enfermedades físicas, con un cáncer de colon incipiente, que te dicen: «Mira, a mi edad los cirujanos me da un miedo... Yo prefiero no hacer nada con esto». Son conceptos importantes a la hora de evaluar una situación.

—Pero no hay una fórmula de la satisfacción con la vida o de la felicidad en pareja...

—No. La fórmula es: «Si hay un problema, tienes que reconocerlo». Quizá no sepas cuál es el problema, pero sabes que hay un problema. Este es el primer paso. El segundo: ¿quieres buscar ayuda o no? Lo demás hay que hacerlo sobre la marcha.

—Dices que un mundo sin autoengaño sería insufrible. ¿Las ilusiones, en las dosis justas, hacen mucho bien? De ilusiones también se vive...

—El autoengaño, si lo utilizas en momentos difíciles en los que te sientes muy mal contigo mismo, en los que incluso te empiezas a odiar a ti mismo, es muy útil. Si el autoengaño se hace crónico y empieza a volverse en contra de uno mismo ya es otro tema. El autoengaño es una herramienta mental muy útil, los niños lo utilizan a menudo y también los animales, que a veces disimulan y se parecen a otros animales. El problema es que no sabemos si los animales se lo creen o no.