La vida después de un año de guerra en Ucrania: «En agosto llevé a mis hijos a ver a su padre, y la despedida fue peor que hace un año»

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Huyó de Ucrania cuando estalló la guerra hace ahora un año con una única prioridad en la maleta: poner a salvo a sus hijos. No solo lo ha conseguido, sino que, a pesar de lo duro de la situación, Natasha y sus hijos son felices en España

21 feb 2023 . Actualizado a las 10:13 h.

Habían pasado solamente 14 días desde que estalló la guerra en Ucrania, cuando Natasha Ivzhenko nos atendió por primera vez. Lo hizo desde una casa rural a 50 kilómetros de Kiev, donde se puso a salvo junto a su marido y sus hijos, su suegra, sus cuñados y su primo. Nos decía muy segura de sí misma que nunca se había planteado huir. Sin embargo, tres días después de esas palabras, se vio obligada a hacerlo. «Yo no quería, pero mi marido me convenció. Yo quería quedarme allí con él y toda la familia, pero un día me dijo: ‘Esto solo va a empeorar. Coge las llaves del coche, coge a los niños y vete a Polonia, a Chequia, adonde quieras, y sálvalos, porque si les pasa algo, nadie nos los va a devolver. Yo le dije: ‘No, me quedo contigo, nos mudamos a otra región, más cerca de la frontera con Polonia...'. Pero él insistía en qué futuro les íbamos a dar. ‘Tú eres la única que puede darles una vida normal. Por favor, te pido que te los lleves lo más lejos posible', me dijo. Al día siguiente, cogimos una maleta para los tres y nos fuimos», explica Natasha, que ese día de marzo puso rumbo a Zaragoza, acompañada también por su suegra, donde unos amigos les proporcionaron no solo una casa para vivir mientras no pudieran volver, sino un trabajo para que ella pudiera mantener a su familia durante este tiempo.

 Y ahí siguen casi un año después. Natasha esforzándose a diario para que sus hijos, Victoria y Víctor, de 12 y 8 años, lleven una vida normal, «una rutina de niños, que estén ocupados y no se les ocurra ni llorar ni pensar en la muerte», que dentro de lo posible estén felices. «Creo que lo he conseguido», apunta. «Nunca me imaginé que iba a ser padre y madre a la vez —confiesa—. Es muy duro. Creo que los niños lo echan muchísimo de menos, sobre todo Víctor, Victoria me necesita más a mí, pero Víctor a su padre. Yo no siempre puedo hacer cosas de hombres, reparar algo, ayudarle con algo que le interesa, intento ser su padre, pero es imposible. Además, en otro contexto compartiría decisiones con mi marido, pero estoy en otro país, con otra gente, otra mentalidad, otra cultura...».

El día a día es lo que, de algún modo, los impulsa a seguir adelante. Ahora los niños están más integrados en el colegio, van a clases extraescolares, y cada día se sueltan un poquito más en nuestro idioma, aunque Natasha confiesa que llegar hasta aquí no ha sido fácil. «Hasta mayo estuvimos todos fatal, con depresión, mi suegra todo el día con las noticias, Víctor no quería ir al cole porque no podía comunicarse, lloraba; Victoria tampoco se podía expresar, sus compañeros de colegio no tenían el mismo nivel de inglés que ella, y el resto de chicos tampoco se le acercaban por el mismo motivo. Para mí hasta mayo fue un desastre. Abril y mayo fueron los peores meses de mi vida».

Pero con la llegada del fútbol todo eso cambió. Un día su hijo pequeño volvió del cole diciéndole que quería aprender a jugar, porque la única manera que tenía de dominar el balón era con las manos, y cuando lo hacía sus compañeros se enfadaban. «Empecé a buscarle una academia para que aprendiera, y está supercontento, ya se comunica relativamente bien con los chicos. Yo le digo: ‘¿Cómo te expresas?'. ‘Mamá, con gestos y sustantivos, y me entienden'. A él le ha costado más el idioma, porque así como Victoria vino con un nivel A2 de inglés, y ahora su profe de inglés está alucinando, en un año ya tiene B1, y esto le ha ayudado a adaptarse mejor, porque comparten alfabeto, a él no le dio tiempo a aprender inglés antes de venir». La huida de su país, la separación de sus amigos, de sus seres queridos, y sobre todo, de su padre le pasó factura al pequeño de la casa a nivel psicológico, aunque, por suerte, Natasha tomó cartas en el asunto para revertir a tiempo la situación. «Se peleaba él mismo, cuando estaba de pie se golpeaba las piernas sin darse cuenta. Estaba conmigo hablando y se golpeaba. Yo le decía: ‘¿Pero por qué te estás haciendo daño?', y él me decía que no. Le tenía que enseñar yo las marcas en la piel. Empezamos a hacer terapia con caballos, y al poco tiempo se le fue todo».

 El corazón dividido

Aunque tanto ella como sus hijos cada vez están más adaptados a su nueva vida, Natasha nunca ha llegado a estar del todo aquí. Su cabeza y su corazón están constantemente en Ucrania. No puede obviar que su marido, sus padres, sus hermanos... su familia está esquivando día tras días las bombas rusas. «El corazón está totalmente repartido. Estoy en el despacho trabajando, porque sé que soy la única que lo puede hacer, y además, me sirve para mantener a mi familia; para enviar parte de dinero a Ucrania, e incluso una vez al mes para hacer donaciones a refugiados ucranianos que se quedaron allí y que perdieron sus casas; pero siempre estoy pensando en ellos: cómo estarán, tendrán comida, se habrán despertado bien, si suenan las sirenas, si los atacan, si no...». Incluso duerme pegada al móvil ucraniano, donde tiene una aplicación que avisa a los locales de que hay peligro y que deben esconderse en los refugios. «En estos momentos estoy más preocupada por mis padres que por mi marido. Mi marido está solo, y cuando empiezan a sonar las sirenas, coge el coche, se va al campo, lejos de las instalaciones de electricidad, de los objetivos militares... Pero mis padres están en Kiev, están en el trabajo, y cuando hay peligro, tienen que bajar a los sótanos, y lo que me queda es rezar para que puedan salir».

Cuenta que su marido intenta llevar, dentro de las circunstancias, una vida lo más normal posible. Continúa con su trabajo en un taller de coches, y cuando dispone de electricidad aprovecha para ponerse manos a la obra. «No hay tanto trabajo como antes, pero lo tiene, así puede sobrevivir y ocuparse de otras cosas, y no estar tumbado en el sofá y volverse loco. Ni mi padre, ni mi hermano ni mi marido tienen permiso para salir del país, por eso no les queda otra que seguir viviendo». Hablan a diario con él, cada mañana lo llaman, incluso realizan videollamadas, aunque la cosa se complica cuando no hay electricidad porque pierde la cobertura y se le escucha muy mal. «Cuando veo que suenan las sirenas le mando un wasap: ‘Cuando se acabe, devuélveme la llamada. Me quedo esperando'. Eso puede durar dos o tres horas. Muchas veces se hacen eternas». 

«Lloramos hasta Madrid»

En agosto, aprovechando las vacaciones de Natasha, hicieron un largo viaje hasta la frontera de Ucrania para pasar diez días con él. «Fueron días maravillosos, pero la despedida fue un horror, peor que la de febrero, porque te vas y no sabes cuándo lo volverás a ver. En febrero, pensé que me iba de vacaciones, me venía a España a salvar la vida de mis hijos y pasar unos meses, nunca pensé que íbamos a estar un año. Pero esta vez, al despedirnos, nos pusimos a llorar todos, y creo que lloramos hasta llegar a Madrid. Muy duro», explica Natasha, que aunque está superagradecida a los españoles por la buena acogida, y a sus compañeras de trabajo por su paciencia, confiesa que no ha conseguido crear un círculo muy cercano. «Eso lo tengo en Ucrania. Aquí tengo conocidos, amistad muy cercana no, porque, aunque la gente empatice, no lo están viviendo y no quieres hablar de lo que pasa de verdad. Cuando escucho que hay bombardeos en mi país, me cierro y no quiero hablar con nadie. Solo lo puedes hablar con la gente que lo vive».

Cada día me levanto y me digo: ‘Tranquila, queda un día menos para volver'"

No tiene ninguna duda que está donde mejor puede estar con sus hijos. «Lo que hago aquí, allí no podría, perdí mi trabajo. Si me hubiera quedado en Ucrania, hubiera estado encerrada en casa junto a mis hijos, porque el cole de uno está cerrado, y el del otro, destruido, dándoles clase para que no fueran para atrás». Aun así sueña todos los días con su regreso, que «ojalá fuera mañana». «Yo no podría coger un avión, porque tengo el coche aquí —dice entre risas—. Vendrá mi marido, me ayudará a recoger las cosas del piso, y los cuatro cruzaremos las cuatro fronteras hasta llegar a nuestra casa. Lo tengo todo planificado. Yo cada día me levanto y me digo: ‘Tú, tranquila, como dicen los españoles, falta un día menos para volver a casa'».