De la moto de Steve McQueen a la chilena de Pelé, un paseo por las películas de evasiones

Carlos Portolés
Carlos Portolés REDACCIÓN / LA VOZ

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El género de evasiones fue muy practicado hace algunas décadas, especialmente en películas ambientadas en la II Guerra Mundial. Muchas de estas obras se siguen recordando hoy con cariño

15 feb 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Tienen algo las películas de Fugas. Y eso que, inexplicablemente, ya apenas se practican. Bueno, sí se practican, pero de forma distinta. Ahora son todo presos comunes que quieren escapar de cárceles normales. Podrá el asunto tener también su gracia, pero no es lo mismo. Las Fugas, con F mayúscula, son las de los prisioneros de guerra recluidos en campos de concentración. No es imprescindible, pero es preferible que la ambientación sea la II Guerra Mundial. Por aquello de que los malos sean nazis y de que haya por ahí inglesotes de flema, pompa y cinismo pavoneándose frente a los alambres de espino. Qué buenas son las pelis de Fugas. Le dan a uno ganas de fugarse.

Es altamente probable que la primera de este tipo que acuda a la mente del que esto lea sea La Gran Evasión. No es la fama de este título inmerecida. Una elefantota del género con no pocas aportaciones a la imaginería popular. Steve McQueen y su moto, por ejemplo. O Steve McQueen y su guante de baseball. O Steve McQueen y su chupa de cuero. Vamos, Steve McQueen, así en general. Pero no era el gallo rubio el único del corral. Estaban también por ahí un esparragoso James Coburn, un compacto Charles Bronson, un condenadamente guapo James Garner y hasta un tristón Sir Richard Attenborough. «Hagan el favor de no escaparse», piden los alemanes al principio de la película. «Bueno, lo vamos viendo», responden los aliados encerrados. Y así, como el que no quiere la cosa, comienza a desplegar sus alas una de las mayores historias jamás contadas. 

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Una unidad de comprensión humana

La tendencia irrefrenable hacia la captura de lo universal puede ser considerada pecado o virtud de aquel Hollywood tan bonito y tan muerto. Todo depende del juez. No es simpleza, sin embargo, lo que había en las historias de ayer. Con formas artesanas —porque antes las películas se hacían a mano—, estas piezas apelaban, en un lenguaje que por todos podía ser comprendido, a las verdades y los sentimientos comunes. Y así, un pastor de cabras francés, un ejecutivo urbanita de Nueva York, una labradora de los campos andaluces o un electricista de Buenos Aires, en casi todo habitantes de mundos diferentes, veían una misma cosa y de una misma forma se les revolvía la entraña. Y entonces, quizás, por separado y sin darse cuenta, se fundía el público disperso en una unidad de comprensión humana. Porque los que ocupaban las butacas también habían querido saltar colinas como ese motero McQueen. Porque también ellos, como ese atractivo James Garner, habían sentido los poderes torrenciales de la compasión y el deber superior de la defensa del débil. Y si eso no es algo elevado, entonces ni el agua moja, ni los tigres tienen dientes, ni merece la pena el planeta este. Hay muchas y muy valiosas enseñanzas en estas obras —de arte—.

Otra que asalta inevitablemente el seso (convendrán conmigo), es El puente sobre el río Kwai. Alec Guinness como el británico más británico de la historia de la maldita y bendita Britania, sacando pectorales bajo su uniforme caqui. Moviéndose con una elegancia que hace olvidar que el tipo va vestido con unos harapos que parecen estar suplicando la muerte a cada segundo. Y es que encima no está solo. Va con él toda una legión de muy leales reclutas de Su Majestad que no solo entran al campo de concentración como si fuera su jardín sino que, además, ¡lo hacen silbando! Y no cualquier silbido, eh. EL silbido. El titi-tititiTITITí (hasta en formato onomatopéyico saben ustedes reconocerlo, no mientan). ¿La moraleja? Pues que a veces, en esta vida, hay que silbar aunque lo hayan capturado a uno los japoneses. El deshonor solo alcanza a aquel que pierde la compostura —en el caso de Alec Guinness casi es más acertado decir directamente la postura—. 

Interpretaba al villano (el legendario y muy llorón casisamurai Coronel Saito) un actor japoamericano con un nombre muy pero que muy rimbombante. Sessue Hayakawa. Recibe a los cautivos con esa frase tan peregrina: «trabajar con alegría». A lo que estos replican, palabra arriba palabra abajo, «que trabaje tu tía». Y la película de Fugas se convierte, por buen y muy épico rato, en la historia de una huelga. Aunque, un poco en segundo plano, el guapo de esta peli, William Holden (esto es Hollywood, siempre va a haber un guapo), urde un temerario plan de escape que acaba primero en éxito y después... bueno, tampoco es cuestión de ser aquí un destripador victoriano. Pero los que falten por asistir a este festival del buen gusto y la gallardía un poco patética, por favor, que corran al televisor más próximo.

Una chilena de Pelé

Es por todos sabido —especialmente por nuestros lectores, conocedores como son de las bellas formas—, que es cosa de gente refinada el dejar lo mejor para el final. Y lo mejor, claro, es una chilena de Pelé. Algo que, ya de por sí, está a la altura de cualquier cuadro del Museo del Prado a excepción, quizás, de dos o tres o como mucho cuatro. Pero es que no están estas líneas recordando un chutar aleatorio. Es uno en mitad de la última Gran Guerra. Y, por rizar el rizo, la portería batida es la de la selección nacional(socialista) de la Alemania de Hitler. Este precioso y catártico instante es el colofón de una montaña rusa llamada Evasión o Victoria. Lo peor de todo esto es que no es en absoluto difícil encontrarse por la calle con gente que asegura sin pudor que esta película es no ya mediocre, sino directamente «mala». Ese pecado no hay oración que lo limpie.

Dicen por ahí que el director, nada más y nada menos que John Huston, que es algo así como decir el Pelé de la cámara, no tenía mucha gana de aquel aparatoso rodaje —entiéndase, no obstante, que era el cineasta un hombre ya talludo, comprensiblemente harto y hartado del artisteo—. Tampoco le terminaba de convencer el asunto a Michael Caine, que, vamos a admitirlo ahora que no nos escucha nadie, tenía cuatro o cinco o veinte kilos más de los que se le presupondrían no ya a un prisionero de guerra, sino a un jugador de fútbol profesional. Aunque igual es cosa del personaje, pues cuando los alemanes le preguntan que qué necesita el equipo para llegar en buenas condiciones al gran partido final, este se apresura a pedir —por alguna razón— cerveza, el más isotónico de los brebajes inventados por el hombre.

Pero no todos los días se le presenta a uno la oportunidad de compartir pantalla con o Rei, así que Caine, a pesar de la madurez y el cansancio, dijo que bueno, que venga, que vale. Lo contrario pasaba con Stallone, el desastroso portero yanqui del equipo. El italoamericano estaba en la cresta de la ola, con Hollywood a sus pies tras aquel gancho certero que fue Rocky. Ávido de prestigio, la superestrella ardía en deseos de trabajar con los mejores directores. Y John Huston era, no estamos tampoco descubriendo la penicilina, uno de ellos. El tipo que había llevado la batuta en La jungla de asfalto, El hombre que pudo reinar, El tesoro de Sierra Madre y un etcétera tan grande como veinte campos de fútbol. 

Completaban el elenco otros grandes balompedistas de la época. Como Osvaldo Ardiles, capitán de la selección argentina que tiene su gran momento de lucimiento en un espuelazo que nadie termina de creerse que fuera verdaderamente útil en el campo pero que en pantalla queda extraordinario, sublime, bello, sobrehumano. La estética metiéndole un gol (otro) al significado. Da igual la utilidad de lo que hagas, pero hazlo bonito. Como bonita es también, y mucho, la escena en la que el público francés que abarrota el estadio (en una invadidísima y triste París) se arranca con un coreo a capella de la Marsellesa ante la mirada enfadada de los teutones engominados. 

Cambiando, si se permite, un poco el tono, hay que apuntar en esta ferviente defensa de la épica deportiva algo fundamental. Evasión o Victoria es, por encima de todo, una película que importa. Que no huye de su aura de horterismo un poco maldito. De peli que nació diez o veinte años tarde. Parte de la grandeza de este clásico apaleado es su capacidad para abrazar y hasta ensalzar estos atributos. Estas maravillosas y únicas deformidades. Pero Evasión o Victoria es también un fresco costumbrista. La destilación desacomplejada de las filias de varias generaciones. ¿Quién, en el manoseado y laberíntico siglo XX, no había soñado alguna vez con derrotar a Hitler de un chilenazo?