Iván Garrido nació con VIH: «Fue más duro decir que soy gay que hacer público que tengo el virus»

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Su madre, que murió cuando él tenía 7 años, se lo transmitió en el parto. Hoy Iván ayuda a miles de personas: «Nacer con VIH me ha cambiado la vida para siempre, pero nadie imaginaba que lo haría para bien»

25 ene 2024 . Actualizado a las 09:21 h.

«Yo encontré el cadáver de mi madre, soy yo quien entró en la habitación. Y nunca olvidaré ese día». La crudeza se apodera del relato de Iván Garrido cuando recuerda el evento más traumático de su vida. Sin embargo, su discurso no desprende ni un atisbo de autocompasión. Tiene 32 años y su madre le transmitió el VIH durante el parto. Nació con el virus. «Y si me diesen a elegir entre cobrar un millón de euros y tener VIH, escojo tener VIH», insiste. Lo dice porque eso le ha permitido ayudar a mucha gente, tanto a través de las redes como de su gabinete social de psicología online, Proyecto Kintsugi. Hoy Iván está empoderado, pero el camino para llegar hasta aquí fue largo y no estuvo exento de obstáculos.

Aquel niño tenía solo 7 años cuando se enfrentó al cuerpo sin vida de su madre, pero antes ya había librado victorioso su propia batalla contra la muerte. El personal sanitario se volcó con ese pequeño al que atendían durante largas temporadas en el hospital. Jugaban con él a ponerle vías a los peluches, le regalaban vendas y le leían cuentos en un escenario que pintaba el peor de los finales. Un día los médicos le dieron tres meses de esperanza de vida. Afortunadamente, se equivocaron. Desafió todos los pronósticos. «Yo ahí sabía que estaba ingresado muy malito, pero no era consciente de que me estaba muriendo. Sí de que estaba solo en una habitación, pero me lo pasaba teta. Y como estaba más pa’llá que pa’cá, me tenían muy malcriado», relata Iván, que sin embargo vivía el entorno hospitalario como un lugar seguro. «El hospital era mi juego en 3D para sentirme cuidado y en casa. A mí me criaron mis enfermeras, mis auxiliares, mis médicos...», señala. Tanto es así que uno de los últimos mails que envió su pediatra desde su cuenta corporativa del Hospital La Paz antes de jubilarse —«la persona que me salvó la vida», dice— fue el prólogo del libro que escribió para contar su historia, La belleza de las cicatrices.

Durante sus ingresos, como a lo largo de toda su vida, sus abuelos maternos estuvieron al pie del cañón las 24 horas. Su abuelo incluso se prejubiló para poder cuidarle a jornada completa. Ellos lo adoptaron cuando murió su madre, que era drogodependiente, como su padre. A pesar de la dureza de la situación, Iván relativiza: «Muchas veces, cuando vemos estas cosas las vemos desde la mente del adulto, de ‘pobrecito este niño’, viendo que está en un ambiente psicosocial muy duro. Pero hay que tener en cuenta que el niño nunca lo ve así».

«DEJÓ DE RESPIRAR»

Todavía recuerda como si fuese hoy la vivencia que, sin duda, copa el fragmento más desgarrador de su libro: «Dejó de respirar, pero yo me quedé abrazado a ella por última vez. Me quedé allí cinco minutos. Sabía que ese momento jamás nadie me lo iba a devolver, así que no tuve prisa en avisar». Pero, por encima de todo, lo que más le preocupaba a aquel niño era cuidar de su abuela: «Yo lo que pienso al ver el cuerpo es: ‘Que no lo vea ella’. Vino y me preguntó: ‘¿Cómo estás? Y yo le digo, con una sonrisa enorme: ‘Abuela, todo muy bien, muchísimas gracias. ¿Y tú cómo estás? Te quiero mucho’». Iván desarrolló un rol del cuidador exagerado, por lo que se convirtió en un niño modélico que no se permitía darle disgustos a su abuela. Tampoco vivir el duelo infantil que le correspondía. «Ojo, eso no es madurez. Es una consecuencia psicológica de un evento traumático. Y nunca me derrumbé. Lo que hace la mente humana...», señala.

Iván, que ya había sobrevivido al VIH, se sobrepuso como pudo de la muerte de su madre mientras se criaba con sus abuelos, que le dieron todo el amor del mundo, pero le educaron bajo el sesgo de que jamás debía contarle a nadie que estaba infectado. Hasta que un día, con 24 años, decide desobedecerles y empezar a contárselo a algunos amigos que lo encajan muy bien. «Y entonces pensé: ‘Uy, qué exagerados mis abuelos’», recuerda. Todo iba bien hasta que un ligue lo rechazó: «Me bloqueó de todos los sitios. Yo sufrí un estigma horrible, y entonces acudí a una asociación en busca de ayuda psicológica».

Allí le proponen acudir a grupos de ayuda como paciente, pero pronto Iván acaba convirtiéndose en una especie de mentor. «Yo había nacido con VIH, y eso hace que ellos se empiecen a empoderar, porque estaban muy asustados y llevaban poco tiempo diagnosticados, pero yo por aquel entonces llevaba ya 25 años con el virus con una vida normativa y una calidad de vida normal, por lo que para ellos era inspirador». Le empezaron a proponer que acudiera para tranquilizar a otros asociados, y así lo hizo. Al poco tiempo, empezó a hacer pública su condición y a recibir miles y miles de mensajes de agradecimiento. «Recibí tantísimo amor... Me decían: ‘Yo soy una de esas madres, yo soy uno de esos hijos...’. Nunca me imaginé que mi historia era la voz de tantísima gente que no logró sobrevivir, o que sí, pero que todavía no estaba empoderada. Al mismo tiempo, yo tampoco conocía a más gente con VIH y no sabía que la gente seguía dentro de un armario muy oscuro y estigmatizado. Ahí dije: ‘Vale ya, no me puedo callar'. Salí del armario dando una patada y empecé a divulgar».

Más adelante, Iván descubrió que tenía otra cicatriz. «Me gustaban los chicos, tenía pluma y bullying fue la primera palabra que iba a aprender en inglés», indica. La dejó atrás derribando otro armario. «Recuerdo más duro decir que soy gay que hacer público que tengo VIH», asegura. «En el instituto ya no eres un niño, y yo fui un niño muy protegido. Fui muy mimado por mi abuela y yo disfrutaba de eso. Hacía con ella todas las tardes punto de cruz y no era un niño normativo, por así decirlo. Veía Memorias de África, Concha Piquer, Rocío Dúrcal... Y en el colegio no había habido ningún problema», dice. El instituto fue otra cosa. Sintió que empezaron a criticarlo por todo. Por gustarle cosas distintas a las que le gustaban al resto. Por haber sido criado por sus abuelos. Por huérfano. Por su orientación sexual. Iván estuvo más desconcertado que nunca: «Decían que me gustaban los chicos y me llamaban maricón, pero yo no entendía nada, porque a mí todavía no me gustaban ni los chicos ni las chicas, ni siquiera había desarrollado aún».

«VALEMOS MÁS ROTOS»

Pero Iván aprendió que todo aquello que le habían enseñado a ocultar, el VIH y que le gustaban los chicos, sería su mayor fortaleza. Un profesor le descubrió el arte Kintsugi, la filosofía oriental que inspira el proyecto psicológico que dirige y que ya atiende a 1.500 personas mensualmente: «Es un arte japonés que restaura piezas de cerámica rotas. Cuando el artesano Kintsugi las restaura, en la cultura japonesa esa pieza vale más dinero rota que nueva. Porque dos piezas jamás se van a romper igual, es imposible», explica el joven, que lo compara con su propia vivencia personal: «Aunque a los dos se nos haya muerto nuestra madre, yo voy a romper de una manera y tú de otra, y también hay microrroturas, igual a mí se me ha muerto un gato y a ti un perro… Fundé el Proyecto Kintsugi como una entidad para ayudar a la gente a reconstruirse, a bañar sus cicatrices en oro y a encontrar la belleza de sus cicatrices. Y ahí, sin yo saberlo, encontré el título de mi libro».

En su balanza pesan infinitamente más las cosas positivas que ha experimentado desde que dijo públicamente que tiene VIH. Sin embargo, hay alguna negativa que dolió. Como aquella vez que quedó con un chico y mientras iba a pedir la comida para los dos, se dio cuenta de que su cita estaba revisando su perfil con el móvil. «Llegué a la mesa con la comida y no había nadie. Me dejó una nota de ‘ahora vuelvo, voy al baño’. Y no volvió. Me había bloqueado y no me cogía el teléfono. A veces pasan este pequeñito porcentaje de cosas malas», narra. Lo mejor, asegura, es que como lo hizo público ya no tiene que salir de ningún armario. Actualmente mantiene una relación serodiscordante —en la que uno tiene VIH y el otro no—. «Nunca he tenido una pareja seropositiva, la verdad», añade. Aunque parezca repetitivo, asegura que todavía hay que insistir socialmente en un mensaje que debería estar ya más que superado. «Con medicación, el virus es indetectable. Y, por tanto, intransmisible», recuerda.

No oculta que ser homosexual le supone un doble estigma. «A día de hoy, mucha gente por redes me sigue diciendo que lo de la transmisión vertical es mentira. Que yo puse el culo un día a alguien, y como no me atrevo a decirlo, me he inventado que es por nacimiento. Y lo peor de todo esto es que la persona que está escribiendo eso lo que está teniendo es homofobia y plumofobia», señala Iván, que desmonta uno a uno los prejuicios: «Uno, estás dando por hecho que yo soy gay. Dos, estás dando por hecho que yo al tener pluma soy pasivo, es decir, que me gusta el sexo anal receptivo, lo que no tiene nada que ver. Y tres, encima supones que yo, por ser gay, pongo el culo por ahí en un baño a cualquiera. Cariño, no. Y si yo hubiera puesto el culo en un baño porque me encanta ponerlo y que me den por detrás, lo diría con el mismo orgullo que digo que mi madre me pegó el VIH en el parto. No habría tampoco ningún problema».

La suya es una realidad que Iván no quiere maquillar ni lo más mínimo. «Nacer con VIH me ha cambiado la vida para siempre, pero lo que nadie imaginaba es que fuera para bien. A mí ahora mismo me dicen: ‘Un millón de euros y no naces con VIH’. Y yo digo: ‘Déjate de un millón de euros’. Iván Garrido nació con el virus, es quien es hoy y ha conseguido lo que tiene con 32 años gracias a eso, y a que mi madre era quien era. Yo no volvería a nacer sin VIH ni loco, y doy gracias a que mi madre me regalara ese don que me ha dado muchas alegrías y tristezas en una época, pero que fue maravilloso para ayudar a otras personas».