El secreto de Bonilla

YES

María Pedreda

24 feb 2024 . Actualizado a las 18:46 h.

Una de las claves de la felicidad es saber administrar la culpa. Esa culpa que brota en los asuntos fundamentales de la vida, pero también en algunos banales, como cuando comemos cosas que no necesitamos para subsistir, pero que nos hacen irremediablemente felices. Los adictos a las patatas fritas conocemos muy bien ese placer culpable, detectamos en toda su dimensión el latigazo de bienestar que menea el cerebro cuando apañas una lámina amarilla con el grosor y el crujiente adecuados y vacías a un ritmo entrenado el cuenquito que dosifica un tubérculo adictivo. En el caso de Galicia, comedores de patacas como somos, tenemos además una excusa identitaria y desde hace unos años un motivo de orgullo nacional, desde que una lata de Bonilla a la vista se coló en una esquina de una película que ganó un Óscar. Da igual que el momento fuera minúsculo, porque en esa lata preciosa, blanca y azul, que apareció de forma fugaz en la coreana Parásitos, residía la certeza de que en lo más modesto tenemos un tesoro.

Hubo la semana pasada un sentir general por la muerte de un empresario. César Bonilla tenía 91 años y una bonhomía reconocida por unanimidad. Jugaba con la ventaja de haber dado placer a miles de gallegos, de comerciar con la nostalgia de todos los niños coruñeses que recuerdan con precisión proustiana su chocolate con churros y sus patatas fritas. Bonilla podía haberse quedado en la suculencia local, de hecho hubiese sido su destino, como bien sabemos quienes relamimos nuestra niñez ourensana con el helado de mantecado de la Ibense, cuya desaparición está entre las grandes pérdidas del patrimonio inmaterial de mi ciudad, una más. Pero las patatas de Bonilla emigraron, y lo hicieron de maravilla, en la misma lata de siempre y con la misma fórmula de antaño.

Conversar con César Bonilla era un inmenso placer que también explica por qué el éxito de su empresa complace a tantos. Una biografía modesta, de trabajo duro y convicciones, mucho sentido común y un carisma galaico que desbordaba. No necesitaba ninguna matrícula en ADE o en márketing viral para convencer a quien se enganchaba a su historia y a su manera de contarla, quizás porque te hacía sentir que así es como hay que hacer las cosas que merecen la pena. En el clímax de la conversación solía compartir el secreto del éxito de sus famosas patatas: remojarlas en agua con sal en lugar de salpicarlas una vez fritas. No era verdad. El secreto de Bonilla era César.