El primer ministro australiano que fue engullido por el mar

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¿Espía chino? El 17 de diciembre de 1967 Harold Holt fue a la playa a nadar y nunca más se supo de él, lo que dio rienda suelta a todo tipo de locas teorías acerca de su muerte

02 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Tres son los jefes del Ejecutivo australiano que han muerto en el cargo. A los dos primeros, Joseph Lyons y John Curtin, laboristas, los barrió de la tierra un ataque cardíaco. Pero es, no hay duda, el tercer episodio de este réquiem el más misterioso y el de más enjundia.

El 17 de diciembre de 1967, el primer ministro liberal Harold Holt, un hombre que, a pesar de sus 59 años, lucía una envidiable complexión atlética y una musculatura tersa, decidió tomar un baño para hacer hambre antes del lunch —en tierras anglosajonas, poco más que un esmirriado tentempié—. De sobras conocida era la destreza que se gastaba el político bajo el agua. Porque Holt tenía dos grandes aficiones. Una, enfundarse el neopreno y tirarse cual pececillo a la mar brava. La otra, serle infiel a su pobre mujer, que debía vivir en permanente disgusto.

De su juventud como habilidoso deportista había heredado el ya talludo premier una nutrida colección de secuelas. La más amenazadora, un dolor de espalda que se hacía muy presente en sus escapadas nadadoras. Los expertos lo pusieron sobre aviso. Si mantenía su exigente rutina deportiva, el cuerpo le podía dar un serio susto en cualquier momento. «Aconsejan al primer ministro que nade menos», titulaba un periódico australiano en aquella triste jornada de mediados de diciembre. Pero era Harold Holt el más temerario de los liberales australianos. Con ánimo vitalista lo vieron los pocos hombres de su séquito sumergirse entre las olas de la playa de Portsea, en Victoria. Ya no lo vieron salir. No demasiado tiempo atrás, el excéntrico líder había tenido un leve enganchón con su jefe de prensa a cuenta de sus peligrosas expediciones submarinas. A su entorno le entraban sudores fríos solo de pensar que el hombre más poderoso del país podía quedarse cualquier día anclado al fondo del Pacífico. Siempre seguro de sí mismo y un poco arisco, Holt zanjó el asunto preguntándole con ironía a su subordinado: «¿Cuáles son las posibilidades de que un primer ministro se ahogue?». La respuesta se la dio la providencia. Si las aguas están picadas, bastantes.

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Un gigantesco operativo de búsqueda se desplegó en las horas subsiguientes a la desaparición. Todo en balde. La cabeza del muy leal Gobierno de su majestad había sido engullida por los elementos. Y, como suele suceder en estos casos, enseguida se alzaron las mentes más calenturientas de la nación para imprimirle al episodio un aura de oscurantismo. Abonados quedaron los terrenos de la conspiranoia.

La CIA, los vietnamitas... 

«Nada es lo que parece», se repitieron los neuróticos mientras cavilaban escenarios paranormales o novelescos. Según la autoridad, el ilustre esfumado fue o atacado por algún animal marino o arrastrado a las profundidades por la resaca, lo que, sobre el papel, explicaría la imposibilidad de dar con el cuerpo. Pero no. Eso sería lo fácil. La verdad, se convencieron los cuchicheadores, tenía que ver ni más ni menos que con los maoístas. Y es que se extendió entre unos pocos la creencia, la leyenda, la sospecha de que Harold Holt no estaba muerto, estaba de revolución. Que, durante todo este tiempo, oculto tras una modosita facha de aburrido conservador fiscal, el político había jugado a dos bandas. Que bajo la piel de corderito moderado se escondía, sin duda alguna, un espía de la China comunista, y que no se había ahogado, sino que había sido recogido por sus camaradas en un submarino chiquitito.

También se inventaron otras fábulas de pelaje similar. Que si a Holt lo había asesinado la CIA por querer retirarse de la guerra de Vietnam, que si había sido Ho Chi Minh... Una de las elucubraciones, no obstante, era más verosímil. El suicidio. Aunque parezca en principio improbable que un hombre en la cresta de la ola tuviera deseos tan irrefrenables de acabar con su existencia, lo cierto es que nunca se sabe con seguridad qué pensamientos pueblan las mentes ajenas. La única certeza de este agrio relato, es que la verdad se la tragó el océano junto al cuerpo fibroso de un primer ministro algo disoluto.