Patri Bea, la gallega que heredó el carné de «colareira» de su abuela: «Me encantaría que la presentadora de 'Supervivientes' llevase mis collares»

MARTA REY / S.F.

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Colareira en verano y periodista en invierno. Patri Bea decidió seguir en sus vacaciones con el trabajo que inició su abuela en su puesto de joyas de conchas en O Grove. «No tengo jefe y estoy al lado de la playa», confiesa

09 oct 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay oficios que pasan de padres a hijos por tradición, aunque en el caso de esta grovense, se produjo un salto de generación. Patri Bea es colareira, al igual que lo era su abuela, y muchas mujeres que todavía continúan a orillas del mar en O Grove vendiendo joyería fabricada de sus propias manos con conchas de la zona. «En el verano que yo terminé segundo de bachillerato, mi abuela me cedió el carné de colareira, ya que esa licencia solo se puede pasar entre familiares. Lo hablé con mi familia y decidimos que era una buena forma de que yo trabajara, porque ella ya era muy mayor para ir a vender», relata Patricia. Ese mismo año también comenzaba su camino para convertirse en periodista. «Empecé la carrera de Periodismo en Santiago. Desde ahí, todos los veranos montaba el puesto para ahorrar, sacar algo de dinero y pagarme el piso y los estudios. Una vez que acabé la carrera, reflexioné, y me di cuenta de que me gustaban las dos cosas: la vida universitaria en invierno y montar el puesto en verano», afirma. Además, en aquel momento solo le veía ventajas a este trabajo. «No me privaba de hacer otras cosas. Al final, tenía la playa al lado, me gestionaba mis horarios, cuando quería cerraba el puesto y me iba a tomar algo con mis amigas... Ganaba dinero y disfrutaba el verano, para mí era un paraíso», explica.

Patri recuerda su infancia entre arena y olor a salitre cuando le hacía compañía a su abuela en el puesto que después heredó. «De pequeña iba con ella y mientras vendía, yo jugaba en la playa. De adolescente dejé de ir y cuando decidí trabajar de colareira, tuve que aprender de cero. Mi abuela me acompañó unos días para explicarme poco a poco. El resto de compañeras me acogieron muy bien, tuve mucha suerte», afirma. Pero también hace memoria de cómo le afectó a su abuela. «Al principio, le costó porque a ella le encantaba ir y no se imaginaba su vida sin el puesto. Pero ahora disfruta viniendo conmigo», cuenta.

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Patri no se ha sentido presionada por su grupo de amigos ni ha recibido ningún comentario por su faceta de colareira. «En mi zona todos mis amigos tenían que trabajar en verano y nunca me dijeron nada. Yo pensaba: ‘Soy autónoma, no tengo jefe y estoy al lado de la playa’», detalla. Además, pretende intentar, de todas las formas posibles, compaginar su doble vida laboral. «Estoy muy contenta con este trabajo de verano y ahora que ya estoy trabajando como periodista en Madrid, me da pena dejarlo. Intentaré gestionar los dos empleos de una buena manera y aprovechar un poco el tiempo libre para mí», confiesa. ¿Periodista en invierno y colareira en verano? «Podría decirse que sí. En invierno intento hacer huequitos para todo esto. A Madrid me traje conchitas para ir haciendo cosas», bromea.

Collares en tres horas

Para quien no tenga paciencia, este oficio es imposible. Patri confiesa cuánto tiempo precisa para fabricar cada joya. «Una gargantilla sencilla me lleva sobre una hora. Los collares más gordos, pues multiplícalo, porque normalmente los hacemos con trenza y a lo mejor me lleva tres. Voy haciéndolos en mis ratos libres. Una pulsera y unos pendientes me llevan un poco menos. También restauro las joyas de conchas y es más laborioso, porque antes de deshacer un collar antiguo, tengo que saber muy bien cómo voy a rehacerlo para no estropearlo y mantener su estructura original. Con eso no me suelo poner un día entero, sino que lo voy haciendo en horas sueltas. Me suele llevar unas cuatro o cinco horas», explica. ¿Y el puesto? «Justo en los vídeos que subí este verano me metí mucha caña, pero en diez minutos lo puedo tener montado. Lo que pasa es que, una vez que está colocado, lo voy ordenando bien. Además, dependiendo del sitio en el que nos toque, hay que limpiarlo más o menos. Rotamos por cinco zonas y cuando nos toca en la capilla, hay muchísimo polvillo en el suelo y las tablas se manchan. Limpiar el puesto me suele llevar una media hora», admite.

«Me quedé paralizada»

Los colores vivos y la singularidad de las formas de cada concha son dos de las cosas que más atraen a los turistas. «A la gente le llama mucho la atención la concha, que es autóctona de la zona, las que les llamamos cachitos. Son como trocitos blancos que parece que están rotos y que se pueden encontrar en la arena. Son las que más suelen gustar porque el blanco destaca. Luego también se venden mucho las que tenemos pintadas, que son como un cuerno pequeño. Las de color rojo arrasaron en verano, solo me pedían ese color. ¡Me quedé sin conchitas rojas!», indica.

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Ella también tiene sus favoritas. «A mí me gusta mucho la margarita, pero la propia de aquí. Además es de las más difíciles de encontrar y es chiquitina. También me gusta la seda, que es una concha natural de un color rojo muy intenso y que de una pieza a otra el color cambia completamente. Es muy bonita. Me recuerda a un caramelo Solano, pero en rojo», confiesa.

Y otro punto importante es recoger la materia prima. «Somos las mujeres y la gente del sector de colareiras las que nos encargamos de recoger las conchas y luego, como compañeras, nos las vamos intercambiando. Yo tuve la ventaja de que cuando mi abuela me cedió al carné, ya tenía muchísimas cuentas en casa. Es un poco: ‘Tú me das estas caracolitas y yo te doy estas’», detalla. Patricia también recalca que ellas tienen permiso. «Por redes sociales me estresa cuando dicen que no se pueden recoger conchas, pero nosotras tenemos una licencia para utilizarlas y recogerlas y cada dos años se va renovando. Quiero puntualizar que si en algún momento se ve que afectamos al ecosistema, supongo que nos cortarán el grifo», sentencia.

«El primer año fue un poco raro. Un día me estafaron 50 euros. Estaba sola y un hombre se quedó mirando los collares. Me pagó uno que valía 5 euros con un billete de 100. A mí me chocó, pero tenía cambio y se lo di. Al cabo de un rato, vino un grupo de personas y una me quería comprar otro colgante con un billete de 50 y me había quedado sin cambio. El chico este estaba justo en el puesto y me dijo: ‘Te doy yo cambio’. Le cambié el dinero y cuando se fueron, me di cuenta de que me faltaban 50 euros porque me habían estafado. Me fui llorando, recogí el puesto y dije en casa que no volvía más. Me calmé a los pocos días y acabé regresando», cuenta. Pero no fue su única mala experiencia. «Ese mismo verano no sabía cuánto dinero pedir por cada cosa. Entre todas existe un consenso y decidimos el precio de los anillos, collares... Yo vendí un anillo de la mercancía que aún tenía mi abuela a 10 euros, porque era lo que me habían dicho. La pareja que me lo compró vio ese mismo anillo más barato en otro puesto porque siempre tenemos cosas parecidas. Casi sin preguntarme, volvieron al puesto y me empezaron a gritar: ‘¡Estafadora!’ Me quedé paralizada porque no tenía la experiencia para contestar. La señora se ensañó pidiéndome que le devolviese el dinero y una compañera salió a defenderme y a explicarle que solo se devuelve si está roto. A veces hay líos con eso y por eso tenemos que intentar ser buenas compañeras con el tema de los precios», detalla.

Ahora Patri intenta que sus collares se cuelguen del cuello de Laura Madrueño, la presentadora de Supervivientes. «No debieron de llegarle mis vídeos. Creo que le quedarían muy bonitos. Todo se andará», confiesa esperanzada.