Carlos Diz, sociólogo de la UDC: «Hay una ansiedad por tener que saber qué vamos a hacer, dónde y con quién, incluso dentro de un año»

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MARCOS MÍGUEZ

Vivimos en la cultura del «sold out» y del simulacro, «de simular todo el tiempo que eres feliz, hábil y estás en la tendencia», dice el docente, que asegura que este afán por reservar y consumirlo todo es fruto de una sociedad con miedo a aquello que no puede controlar

19 dic 2024 . Actualizado a las 09:29 h.

«Entendemos el tiempo libre como un tiempo de productividad, de hacer cosas», dice Carlos Diz, sociólogo y antropólogo de la UDC. El docente asegura que vivimos en el imperio del aquí y el ahora, bajo la presión de configurar nuestra identidad a través de lo que consumimos con el afán de ser vistos, de compartir fotos y likes en medio de un frenesí que no permite sentir. «¿Cuántas cosas en nuestra vida, a veces las más importantes, han ocurrido porque estábamos sin hacer nada?», desliza.

—Muchas, pero se está poniendo realmente difícil hacer algo de forma espontánea. ¿A qué se debe?

—Es un comportamiento que desafía una manera tradicional de hacer las cosas. En el norte europeo la planificación no tiene nada de nuevo, allí todo el mundo calcula sus actividades con mucha antelación. Hasta ahora, en nuestro contexto, eso parecía ser una excepción, pero se está volviendo poco a poco la norma. Aunque parece que hagamos el esfuerzo por olvidar, de manera casi terapéutica, lo que fue la pandemia, lo cierto es que fue un punto de inflexión.

—¿Y reaccionamos a la asfixia de aquel encierro con la asfixia de planificar cada paso que damos?

—Hay gente que interpretó el confinamiento como si atacara a su libertad. Fue un concepto que se puso de moda, por parte, sobre todo, de ciertas voluntades políticas que vinculaban la libertad con el consumo. Otros lo interpretaron como una medida de contención para solidarizarse con la población más vulnerable. Mucha gente está reaccionando todavía a la pandemia porque la leyó desde la clave del control, la restricción o la prohibición. Y, frente a eso, ahora parece emerger un ritmo desenfrenado.

—¿Esa planificación tiene un poco de competición por conseguir una mesa, una oferta o una entrada?

—No es que sea malo reservar o planificar con antelación, para nada. Pero muchas veces sí que tiene que ver con una cierta competición. Vivimos bajo un imperativo de inmediatez.

—¿También bajo el del «más es más»?

—Sí, existe la sensación de tener que acumular muchas experiencias, para de alguna manera situarse y distinguirse. Hay una distinción a través del consumo. Y eso está muy vinculado no solo a hacer algo, sino a mostrar que lo haces. Ahí entra el tema de las redes sociales.

—Y se abre una brecha, la digital, porque quien no se maneja en la red, no puede comprar y reservar con la misma facilidad. ¿Este ritmo nos está causando ansiedad?

—Ya se ha empezado a acuñar el concepto de ocio-ansiedad, por esa necesidad de programar, de tener que saber siempre qué vas a hacer, dónde y con quién... incluso dentro de un año o dos. Y eso abre otra brecha más, porque a más precariedad, menos probabilidad de poder planificar con tanta antelación la vida. Para coger en ese momento esa entrada o ese viaje, tienes que disponer de una liquidez y una seguridad económica.

—También requiere de personas que no tengan a nadie a cargo.

—Sí, este escenario revela asimetrías temporales. Quien tiene que cuidar de una persona enferma va a poder planificar con mucha menos libertad. Podrán hacerlo las clases medias-altas, pero también sin personas dependientes a su cargo, o que puedan subcontratar sus cuidados. ¿Cómo controlo mi tiempo, cómo puedo planificarlo cuando mi vida, mi día a día, se rige por la incertidumbre? Bastante tiene mucha gente con llegar a fin de mes.

—Hay más precariedad, pero al mismo tiempo también hay cada vez más gente gastándose más dinero en ocio.

—Vivimos en una sociedad que, para bien o para mal, ha hecho del consumo una forma de identidad. Y ante ese escenario, mucha gente con más o menos recursos tiene también la necesidad o el deseo de hacer sacrificios para estar en ese espacio público.

—Existe una contradicción entre esa planificación constante y las recomendaciones de la filosofía «slow», de vivir despacio y de forma consciente.

—Sí, la hay. Pero también podemos preguntarnos: ¿Quién se puede permitir la calma? Porque ese discurso es interesante e inteligente, y ojalá todo el mundo lo pudiera practicar. Pero una pareja joven o una familia con dos o tres trabajos a la vez, o que tiene que sacarse las castañas del fuego, no va a poder tomárselo con calma. Al final, volvemos a quién es dueño de su tiempo y quién no. El tiempo es artificial, lo construimos nosotros. Y se organiza de manera, de nuevo, asimétrica; unos poseen el tiempo de otros. Para que unos puedan tomar una caña, hay alguien que tiene que estar trabajando.

—¿Se disfruta más o menos de esa caña planeada de antemano o que logramos tras recorrer un sinfín de bares?

—En El club de la lucha decían: «Lo que consumes acabará consumiéndote». No se trata de ponerse en una posición moral de decir que somos malos porque consumimos y que consumir es negativo. Probablemente no podríamos vivir sin consumir. Pero lo que sí que es cierto es que hay un, no sé si un exceso, pero sí una exposición radical. El consumo está asociado a un éxito, a una posición y a una visibilización en el espacio público que, de alguna manera, te presenta como alguien al que le van bien las cosas. Aunque por dentro quizás no sepamos todo lo que le está ocurriendo a esa persona.

—¿Y disfrutamos más de lo que hacemos o de que vean que lo hacemos?

—Hay un término ya casi obsoleto, el famoso FOMO (fear of missing out), el miedo de perderse algo, que ha dado el salto a la calle y a esa cultura del espectáculo. A veces prestamos más atención a generar una representación de ese consumo haciendo una foto, subiéndola a las redes, sonriendo y usando filtros que muestran públicamente lo felices que somos, lo victoriosos que nos sentimos. Y, al mismo tiempo que muestro lo que consumo, me convierto en alguien que está siendo visto y consumido por los demás. Es la presión del simulacro, de simular todo el tiempo que lo consigues, que estás bien.

—¿Y la del algoritmo?

—También. El algoritmo genera una predeterminación de los gustos, de las prácticas, de los deseos. Tienes que, sí o sí, consumir este concierto o experiencia, porque si no, te quedas fuera. Y además te puede estar mintiendo, diciendo que ya casi no quedan sitios libres, que más vale que te apures, que si no, no lo podrás contar. Eso, al fin y al cabo, es una alienación que hace que la propia compra se convierta en el evento.

—Hay un negocio en torno a eso.

—Y todo un ritual de cómo organiza la gente esas compras. Y también una carga de responsabilidad, una imagen que tienes que dar hacia los demás, incluso hacia tu propia familia e hijos. ¿Cómo les vas a negar eso que viene impuesto por cientos de canales distintos?

—¿Es menos humana una vida que renuncia a la magia de lo imprevisto?

—De hecho, me pregunto hasta qué punto vamos a saber reaccionar ante los imprevistos. Planificar es importante, pero también lo es saber surfear los momentos, aceptar lo que escapa de nuestro control. Con respecto a si es menos humana, como sociólogo y antropólogo puedo decir que nada somos por esencia, ni siquiera existe una naturaleza humana. Los humanos nos hacemos a través de las relaciones, de los contextos, también de los conflictos y de cómo vivimos el tiempo y el espacio. Pero estamos entendiendo el tiempo libre como un tiempo de productividad en el que hay que hacer cosas. Hay toda una economía de la atención, con tecnología diseñada para capturarla y que pases más tiempo conectado, expuesto al algoritmo que condiciona tus gustos y deseos.

—¿Hay cada vez más demanda porque está saliendo masivamente más gente a edades que antes no lo hacía?

—Ahí entran muchos factores. Este es un país que, una vez que se ha desprendido de la poca industria que tenía, vive por y para los servicios, lo que multiplica las opciones de ocio. También es, afortunadamente, de los más envejecidos del planeta. Y después, hay este imaginario que nos hace entender que hay que estar ahí para disfrutar y ser libre. Porque si estás en tu casa leyendo un libro, no entras dentro de él. No digo que una cosa sea buena y la otra sea mala, sino que hay una construcción interesada de la cultura del sold out, del todo vendido y del éxito de aquel que se hace con ello, de mostrar que has sido rápido, hábil y que estás en la tendencia. Y parece que esto se está multiplicando.

—En esa cultura no entran todos.

—Solo hace falta salir a la calle para ver que en muchos sitios no cabe ni un alfiler. Pero el perfil de la gente que está ahí también es determinado. Aunque va siendo cada vez más amplio, sabemos que población migrante, más vulnerable o personas con gente a su cargo van a ocupar menos esos espacios visibles del consumo.

—¿Esto cambiará o se queda así?

—La tarea del sociólogo no es anticiparse, pero yo no diría que va a ser así para siempre. Si antes no era socialmente así, podemos volver a cambiarlo. De todos modos, ningún discurso es neutral nunca. El hostelero lógicamente va a tirar por donde le viene bien, porque ha sido sometido a muchas restricciones, pero al mismo tiempo también se ha beneficiado. Las terrazas, que eran una excepción en Galicia, hoy casi colapsan muchas calles y dificultan el tránsito; y se ha impuesto en muchos casos el sistema de turnos, que es generar más ganancias en menos tiempo.

—De nuevo, excluimos a todo el que no pueda seguir el ritmo.

—Los niños y la gente de más edad no pueden ir tan rápido para comer, ni siquiera es saludable. Ten en cuenta que la comida en España es un ritual de hacer sociedad, y los turnos también te dejan menos tiempo para charlar. Pero tenemos siempre la última palabra. También nos podemos plantar y decir: «Hoy no bajo».

—¿Dónde ha quedado el placer de no hacer nada?

—Pues cada vez es más difícil, sí. Hay autores que hablan con diferentes perspectivas, pero se tiende a decir que esos tiempos muertos, entre comillas, que nunca lo son, son justamente los que uno necesita para establecer relaciones entre las cosas, imaginar y ser creativo. Creo que este imperio del aquí y el ahora es un intento de encarar la incertidumbre, cuando la vida, al fin y al cabo, siempre es una apertura.