
El director empírico. Wes Anderson se ha ganado en las últimas décadas tantos admiradores como detractores. En mayo llega a los cines su nueva película, «The Phoenician Scheme». Aprovechamos para hablar de él.
24 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.Los títulos de crédito ya avisan. An american empirical picture, reza siempre la pantalla antes del comienzo de una película de Wes Anderson. Empírico. Científico. Exacto. Pero también hay otro ángulo. Empírico porque es una exaltación de la experiencia. De lo que se vive. Por lo tanto, sí, Anderson es empírico. Pero no impersonal. No es un cirujano de formas impecables pero fondos vacíos, aunque haya quien sostenga lo contrario, quién sabe por qué. Es un empirismo que busca lo concreto a través de lo abstracto. De un realismo tan exagerado y sobreanalizado que se acaba tornando en delirio mágico. Todo es exacto no porque no haya emociones, sino porque hasta las lágrimas caen en perfecta línea recta.
FORMAS Y ROSTROS
Podría pensarse, y tampoco sería un delito, que la voluntad de Anderson ha sido la de hacer películas livianas y desenfadadas. Agradables por ir en volandas de una suerte de simpleza armónica y preciosista. Y lo del preciosismo es sin duda cierto. Pero lo de la liviandad, de ninguna manera. Quizás lleva a equívoco la facilidad con la que se digieren obras como Los Tenenmbaum, Moonrise Kingdom, El fantástico Mr. Fox o, claro, El gran hotel Budapest.
Son propuestas que dejan un gusto en boca tan suave que no exigen, si el espectador no lo quiere, roturas de cabeza. En realidad es mirando al conjunto de la producción de este artista cuando adquiere matices muy gruesos esa idea de la supuesta levedad. Porque entonces comienza a encajar todo y es posible caerse del guindo o del caballo. Cada plano perfectamente equilibrado. Cada personaje que, siendo gracioso, no ríe jamás. Cada historia de pérdida y búsqueda. Es todo parte de un inmenso manifiesto que conquista toda su importancia en la unidad. Unidad estética, desde luego. Pero también unidad de intención, de discurso. Un alegato a favor del sentimiento, que no es lo mismo que el sentimentalismo. Los ingredientes de todas las vidas entremezclados para formar diferentes cuentos que funcionan como fábula, funcionan como comedias trágicas y funcionan como divertimentos.
Anderson ganó unos cuantos detractores con su última película, Asteroid City. Hay quien sostiene, sin embargo, que esta, con toda su rareza y su teatralidad, es de hecho la destilación más pura que existe de lo que su cine ha tratado siempre de decir. La vida es un escenario. Vaya cosa más original, se podría decir. La vida es un escenario y nosotros los actores, frase sobada donde las haya. Pero no es exactamente eso. En Asteroid City la vida es, literalmente, un escenario. Se invierten las realidades. Todo lo que parece real, en el relato principal, es una metaficción que tiene réplica en los descansos de los actores. Cuando surgen dilemas y cansancios del espíritu y la vida toda, con sus aristas y sus miserias, cobra vida no solo a través de la ficción que la simula, sino también de los paréntesis. De las acotaciones. El teatro tiene mucho de vida y la vida tiene mucho de teatro. Pero es de entender que haya quien vea esto y le parezca humo. No es para todos, de acuerdo. Y aun así es, para el que quiere dejarse camelar, uno de los ejercicios de estilo y de personalidad artística más interesantes de lo que va de siglo (esto ya es una hipérbole que se añade, y quien quiera que la coja y quien no que la deje).
Aunque si es el sentir lo que está a debate, hay un puñado de entradas desgarradas en la filmografía de este señor tan inadvertidamente listo. Life Aquatic. La que más. O una de las que más, por lo menos. Rescatando al Bill Murray más perfecto, el payaso triste, se traslada a la mar inmensa para contar cosas que son difíciles de ilustrar en tierra. En esos escenarios, a veces artísticamente plásticos y a veces tan reales que salpican, se habla de lo infinito contra lo pequeño. De la vida contra la muerte. De la rebelión contra los fantasmas. Un aventurero, un marinero callado, melancólico y tiernamente infantil en su rabieta constante, trata de luchar contra la pérdida luchando contra el mundo. Contra las aguas que le han arrebatado a gente que ama. Muchas películas de Wes Anderson se espolvorean de alivios cómicos no porque sean comedias. O, al menos, no exactamente o no solamente por eso. El humor seco cumple aquí una función doble. Primero, es una fuente de simpatía que hace de los personajes caracteres poliédricos a los que es extraordinariamente fácil acabar profesando cariño o inquina, según proceda. Segundo, son un suspiro para descargar un poco los pesos que serían insoportables sin el asomo constante de una sonrisa. Sin el recuerdo de que detrás de todo esto tan horrible, del vacío interior y de los monstruos que acechan voraces, hay también ligerezas. Que no son frivolidad. Que muy lejos de ser frivolidad son necesario oxígeno.
En sus últimos y más estimulantes asaltos de la pantalla, Anderson abandona los protagonismos personalistas de su primera etapa y abraza lo coral igual que un retratista que abandona la pintura de bustos para entregarse a la inmensidad de un mural. La tarea en La crónica francesa o Asteroid City, los dos ejemplos más claros de obra sin protagonista, es mucho más ambiciosa, pero también más arriesgada. La conexión con los interiores de un personaje que no sale sino moteado en puntos esparcidos de la trama es, para el que observa desde la butaca, más difícil. Hay nuevas barreras que se deben franquear y elementos que se deben tener en cuenta. No todos los directores sirven para hacer mosaicos cinematográficos. Solo los más grandes salen airosos de lances tan megalómanos.
Pero Anderson, resulta, es uno de los más grandes. Y con unos pocos gestos torcidos, un poco de aliño musical y de imaginería visual recorre en apenas unos minutos las distancias que otros hacen en horas y horas. Condensa relaciones, despechos, injusticias, amores correspondidos, amores sin corresponder, sueños rotos y hasta violencia salvaje una y otra vez. Para todos y cada uno de los habitantes de su mundo. De su bestiario particular. Ese al que hay tantos que dicen no poder entrar. Que dicen ver frío. Cuando no hay nada más cálido y satisfactorio que el surco de una lágrima en perfecta línea recta.