Hablamos de reducir la jornada laboral, pero poco hablamos de esas personas que sufren la peor de las torturas, la maldición más sofisticada: no tener nada que hacer. Un número impreciso de personas, que es prudente estimar en muchos miles, desembarcan cada día en su puesto de trabajo y carecen de cometido alguno hasta que suena el timbre. Seguro que su mente ha dibujado ya la figura de un funcionario, pero no solo un sector de los trabajadores públicos padecen esta maldición; algunos de esos individuos ocupan comercios que nadie visita, barras de bar que nadie aborda, cabinas de telepeaje por las que nadie cruza o servicios de seguridad nocturnos en oficinas en las que la mayor amenaza prevista es que se rompa la cañería de las aguas fecales. Todas estas personas deben enfrentarse a jornadas laborales en las que el tiempo no pasa, porque como sabemos solo los minutos corren cuando estás ocupada o eres feliz. Me provoca una curiosidad infinita saber a qué dedican el tiempo libre estas personas empleadas en No Trabajos, cómo han entrenado su mente para estar tantas horas en estado de meditación, cuántas carreras se han sacado, cuántos libros han leído, yo qué sé, si les ha dado tiempo de escribir cien veces El Quijote.
De la angustia del no saber qué hacer tras fichar en el tajo escribe como una reina Sara Mesa en la brutal Oposición, un ensayo magistral sobre la vida surrealista de una empleada pública a la búsqueda desesperada de algo que llevarse al ordenador. El libro rescata en su prólogo una instrucción administrativa real que merece la pena tener pegada en la pared para constatar los absurdos burocráticos con los que tantas veces convivimos. Parece extremadamente probable que algunos de esos delirantes vericuetos administrativos hayan salido de la mente de personas que no tenían nada que hacer y alumbraron enrevesados procesos para amolar a los seres humanos que sí que tienen cosas que hacer.
En realidad, un trabajador ocioso es un agente muy peligroso, capaz de desestabilizar un sistema entero poniendo capas y capas de procesos absurdos. Compruebo por aquí que ese no tener nada que hacer en el chollo ha devenido en síndrome con nombre en inglés, el síndrome del boreout, que propongo dejar en el síndrome del aburrido. Aquí comparecen víctimas de una dinámica laboral desajustada pero también auténticos cracs del escaqueo como el legendario Carles Recio, funcionario de la Diputación de Valencia que consiguió estar diez años sin hacer nada en la Unidad de Actuación Bibliográfica de la que cobraba con puntualidad. Grietas del sistema.