Leyendas de Hollywood
Leyendas de Hollywood
Viernes, 05 de Agosto 2022
Tiempo de lectura: 10 min
No soy más que una chica sencilla salida de una granja. Nunca quise ser otra cosa». Es lo que ella solía decir, pero Ava Gardner fue bastante más que eso: actriz, mito sexual, vecina de Los Ángeles, Madrid y Londres; aficionada al jazz, el alcohol, las noches interminables, las palabras de cuatro letras (fuck, shit y demás) y a los hombres; sobre todo, a Frank Sinatra.
La historia de Ava es la de sus amores, por encima de la de sus películas. De hecho, casi todas ellas son recordadas hoy sólo por esa magnética presencia de piel clara, ojos como esmeraldas, boca en cuarto creciente y cuerpo imponente que se pasea por la pantalla con felina insolencia. En su día, sus amores, las peleas y su afición a la dolce vita –sus correrías nocturnas en Roma inspirarían a Fellini– convirtieron sus andanzas en alimento de la prensa sensacionalista, engordando su leyenda de mujer fatal.
Para entonces, poco quedaba ya de la pueblerina adolescente que, a los 18 años, sedujo a los cazatalentos de la Metro Goldwyn Mayer. Era tímida, torpe, no había actuado en su vida y su fuerte acento sureño de Carolina del Norte sonaba indescifrable a los oídos de sus examinadores; tras hacerle una prueba, ninguno pensó que tuviera futuro en la pantalla. Pero cuando pasaron a la sala de visionado, eliminaron el sonido, Ava los miró desde la pantalla y «un destello de hipnótico fragor inundó la estancia». Así, al menos, lo describe Lee Server, autor de Ava Gardner: Love Is Nothing, la última biografía sobre la diva. Poco después, firmaba en Los Ángeles su primer contrato profesional.
El día en que llegó a Hollywood conoció a su primer marido. Mickey Rooney tenía dos años más que ella y ya era el actor más taquillero de la Metro. Paseando por el estudio, Ava vio a Rooney disfrazado de Carmen Miranda mientras rodaba Hijos de la farándula. Era la primera gran estrella que conocía. No quedó muy impresionada, pero Mickey ya no pudo dejar de pensar en ella.
Aleccionada por las convicciones religiosas de su madre, a Rooney le costó Dios y ayuda (la de Bappie, la mayor de las Gardner) conseguir una cita. Las negativas de Ava a sus propuestas matrimoniales –más de 25– llevaron al actor, acostumbrado a ver a las mujeres rendidas a sus pies, a desarrollar una enfermiza obsesión. Ava aceptó, por fin, dos días después del ataque japonés a Pearl Harbour, quizá reducida, especula Server, por la desazón que invadió a todo el país en aquellos días inciertos.
Después de tanto desearla, la noche de bodas, Rooney bebió tanto que, mientras Ava estaba en el baño preparándose para entregar su virginidad, se quedó dormido. La segunda noche fue bien diferente. Nada que ver con aquella ‘cosa’ que su madre le había enseñado a temer. Lo hicieron toda la noche; «una sinfonía sexual», se jactaría Rooney. Ava no podía parar, deseaba a su marido y cada noche era como un nuevo escalón en su ascensión hacia el placer. Fuera del lecho, sin embargo, Rooney no prestaba excesiva atención a su esposa.
Ava empezó a beber (hábito que la acompañaría toda su vida): primero, para espantar su inseguridad ante la cámara; después, para sobrellevar las fiestas en las que permanecía sentada en una esquina, mientras su marido acaparaba la atención.
Devorada por los celos y harta de la vida acelerada de Rooney, su matrimonio fracasó sin cumplir un año, pero aquella relación despertó la parte más importante de la historia de Ava Gardner, su vida amorosa: complicada, promiscua, turbulenta y, como la propia diva, intensa hasta la médula.
Después de Mickey, se casó con un músico de jazz. Artie Shaw la adoraba como a una diosa de la belleza, pero la menospreciaba por su falta de educación y cultura. El matrimonio fue menos turbulento, pero igual de breve que el primero. Aunque para turbulencias, las que tuvo con Frank Sinatra, su tercer marido. En seis años, «la pareja del siglo» acaparó las portadas de la prensa rosa con sus peleas en público (arrojándose ketchup el uno al otro, por ejemplo), llegando a visitar una vez la comisaría. Antes de casarse, de hecho, ya la habían conocido por disparar, borrachos, un revólver en plena calle.
Por supuesto, sus maridos no fueron sus únicos hombres (Server deja caer que pudo haber alguna mujer) que pasaron por su cama: Robert Mitchum, Clark Gable, Steve McQueen, Tyron Power, Errol Flynn, Vinicius de Moraes… la lista completa sólo pudo conocerla ella, aunque fuera incapaz de recordarlos a todos. A quien no podría olvidar sería al obsesivo magnate Howard Hughes, quien, durante décadas, le propuso matrimonio –sin éxito– en variopintas ocasiones. Una vez, la llamó a Miami para que protagonizara su nueva película, cogió su avión y en el aeropuerto le entregó una caja con un cuarto de millón de dólares como anticipo. Fue su última tentativa por ganarse su afecto. Ava se rió de él y el viento extendió los billetes por toda la pista.
Con el actor George C. Scott, por el contrario, vivió un amor de puro masoquismo. Se conocieron en 1966, rodando La Biblia, de John Huston. Una noche, a Scott le dio un ataque de celos. Ella le dijo que no aguantaba más y él la golpeó tan fuerte que Ava giró sobre sí misma y se desplomó. La levantó y la sacudió de nuevo, una y otra vez. Scott sintió el cráneo de Ava repicar, la sangre manando de su boca; masculló un improperio y se marchó. Durante días, él insistió para que lo perdonara hasta que Ava cedió y volvieron a salir.
No sólo de amores vivió Ava, sus correrías nocturnas en España e Italia dejaron memorables episodios, como cuando un guardia civil llegó a clausurar una fiesta privada y ella lo sacó a bailar; o la noche en que se llevó a Grace Kelly, futura princesa, de paseo por los lupanares de Roma; o sus disputas madrileñas con su vecino Juan Perón y su esposa, Isabel, exiliados en España. Perón denunció a Ava por los escándalos derivados de las largas fiestas flamencas que organizaba en su casa. Por su parte, Ava se quejaba de que el exdictador argentino lanzaba encendidos discursos al vacío desde su balcón. La diva y su criada, como buenas reventadoras, gritaban: «Perón, maricón».
Aunque para escenas, la que Ava le hizo a Sinatra una noche en Nueva York ante Sam Giancanna, capo de la Mafia de Chicago. Tras recriminarle a su exmarido su amistad con el gángster, Ava tomó una copa, se la lanzó a Sinatra a la cara y lo dejó plantado ante aquella cuadrilla de criminales. El mafioso se echó a reír: «Nunca vi nada parecido. Ha sido memorable». Antes, en España, durante su romance con Luis Miguel Dominguín, la actriz sorteó la muerte en una plazita, cuando, tras meterse varios 'sol y sombra' en el cuerpo, se lanzó a rejonear un morlaco y acabó de bruces en el suelo. La rápida intervención de la cuadrilla la salvó de una cornada o de ser pisoteada por el caballo.
La muerte tardaría aún en llegar. La mujer que rechazó al presidente Kennedy, que hizo migas con un Fidel Castro recién ascendido al poder, murió de una neumonía en Londres a los 68 años. Nunca dejó de escuchar los discos de Sinatra. Lucia Graves, hija del escritor Robert Graves, una de las pocas personas que la visitaba, asegura: «Cuando estabas con ella, veías que nada había desaparecido, seguía siendo igual de bella».
Ava estaba harta de que su marido prestara más atención a sus admiradores que a ella misma. Un domingo, tras un romántico fin de semana en México, Ava quería ir a casa a descansar, pero Mickey se la llevó a un restaurante donde cientos de fans lo rodearon al entrar. Ava bebió más de la cuenta, empezó a comerse la cabeza, se puso echa una furia y salió disparada del local camino de su casa. Rabiosa por efecto del alcohol y la frustración acumulada en sus meses de matrimonio, cogió un cuchillo de la cocina y se fue al salón, rajando todos los sofás, almohadones y la tapicería de las sillas, levantando nubes de algodón en el aire. Al acabar, agotada, subió a su habitación, sabiendo que su matrimonio estaba acabado. Cuando Mickey regresó, bastante más sobrio de lo normal, se encontró todo patas arriba. No conseguía entender lo que había ocurrido.
Ex marido de Lana Turner, Shaw era un hombre arrogante y despectivo. Tenía poca paciencia para lo imperfecto, lo banal, lo obvio. La existencia de lo mediocre lo irritaba como una úlcera sangrante. El escritor Budd Schulberg, amigo de Artie en aquellos años, lo recuerda como un «macho chovinista. Lo único que se le ocurría decir de su mujer era que tenía un culo precioso. La trataba como a una estúpida. Cada vez que la hacía una pregunta, inmediatamente añadía: '¡Oh, olvídalo, ni siquiera lo entenderías!'». Un día, con un grupo de amigos, Ava colocó sus pies descalzos sobre una silla y Artie la censuró. «Por amor de Dios, ¿pero qué haces? ¿Es que te piensas que todavía estás en medio de una plantación de tabaco?» Ava se quedó blanca, se puso a temblar y estalló en llanto. Poco después, comenzó a ir al psicoanalista. Una mañana, Ava se fue de casa para no volver.
Una reyerta, dos diosas del celuloide, la Policía, rumores de orgías sexuales y el uso inapropiado de una ducha vaginal; éstos son los elementos de la mayor pelea entre Ava Gardner y su gran amor, en octubre de 1952. La noche anterior habían discutido. Por la mañana, Ava lo echó de casa, y Sinatra la advirtió:«¡Estaré en Palm Springs follándome a Lana Turner!».Lana, buena amiga de Ava, estaba pasando el fin de semana en la mansión de los Sinatra. Una hora después, Ava y su hermana Bappie conducían hacia Palm Springs a toda velocidad. Al llegar, encontraron a Lana y su agente, Ben Cole, relajados en la piscina. Ni rastro de Frank. Lana sugirió que sería mejor marcharse y Ava dijo: «¡Ni hablar!». Se fueron a la cocina y cuando estaban a punto de sentarse a la mesa, la puerta se abrió de golpe y apareció Frankie; su cara, enrojecida, y sus ojos, llenos de rabia. «Apuesto a que me habéis estado poniendo a parir», bramó y, dirigiéndose a Ava, gritó: «Tú, a la habitación. Quiero hablar contigo». Lana, Cole y Bappie empezaron a escuchar los muebles siendo arrojados contra las paredes, cuando Frank salió del cuarto y dijo: «A la puta calle todos». Mientras Ava salía a despedir a Lana, Sinatra fue al baño, tomó una ducha vaginal, la llenó de agua y se la lanzó a las dos divas. Ava regresó al interior y empezó a arrancar cuadros de las paredes, a lanzar los libros y discos de las estanterías al suelo, y Sinatra, enfurecido, tras ella, tirándolo todo por la puerta principal. Los vecinos llamaron a la Policía y, con gran estruendo de sirenas, los agentes aparecieron cuando Frank intentaba desalojar a su esposa, aferrada a la puerta con ambas manos. El jefe de Policía consiguió separarlos, mientras continuaba con el lanzamiento de objetos y los insultos. «Bappie y yo nos fuimos con los agentes –contaba Ava– dejando que Mr. Sinatra llevara la voz cantante.» El lunes, toda la prensa hablaba de ello. Una de las versiones contaba que Frank había sorprendido a Ava y Lana juntas en la cama. Otra aseguraba que las divas se acostaron con otro hombre para fastidiar a Frank.
Cuando discutían, el torero, que no hablaba inglés, sonreía esperando el momento de abrazarla, mientras Ava despotricaba contra él. En una ocasión, al ver que no callaba, la arrojó vestida a la piscina. Una noche, tras una discusión, en la casa que Howard Hughes les había cedido en el lago Tahoe (Nevada), Ava se encerró en su cuarto. Uno de los hombres contratado por Hughes para espiarlos, apelando a su orgullo de macho hispano, animó al matador a darle una lección a Ava. Dominguín salió de la casa, cogió un avión y desapareció. Meses después le pediría en matrimonio, pero Ava no quería casarse una cuarta vez. Antes de finalizar el año se casó con Lucía Bosé, para muchos, la respuesta italiana a Ava Gardner.
Amante de divas como Jean Harlow, Ginger Rogers, Katharine Hepburn o Bette Davis, Ava Gardner se le resistió hasta el fin de sus días. Ella evitaba su cama porque era «un tipo extraño» (obsesivo- compulsivo), su olor era «ofensivo» y creía que sufría una enfermedad venérea. Hughes la espiaba y cuando ella se enteró, le dijo: «¡A mí no me espía ni Dios! ¡No soy de tu propiedad, maldito hijo de perra!». Hughes la abofeteó, dándole en el ojo. Horrorizado, se echó hacia atrás. Ava dio un grito de rabia, agarró una campana de bronce y le acertó con ella en pleno entrecejo. Después, cogió una silla y, cuando estaba a punto de rompérsela en la cabeza, apareció su criada y detuvo a Ava.