La madame favorita de los gánsteres Una clientela estelar: Sinatra, DiMaggio, Marx, Lucky Luciano... Las 'noches del pecado' en el burdel de Polly Adler
Por el burdel de Polly Adler en Nueva York desfilaron actores, escritores, deportistas, mafiosos, políticos y millonarios, algunos muy conocidos como Joe DiMaggio, Frank Sinatra, Harpo Marx o Lucky Luciano. Esta mujer ambiciosa y lista supo culebrear entre contrabandistas, corruptos y mafiosos. Su vida es un viaje a 'las noches del pecado' de la era del jazz.
La actividad comenzaba a las tres de la tarde tras cerrar la sesión de Wall Street. Los primeros clientes eran brokers que acudían para olvidar las pérdidas o celebrar las ganancias. En el gran bar del burdel regentado por Polly Adler les servían las bebidas y algo de comer si así lo querían: la cocinera era excelente. A cualquier hora te daban un tentempié o un desayuno copioso y una copa de champán.
Avanzaba la tarde, sonaban el timbre y el teléfono, entraban hombres de negocios, políticos, artistas, gánsteres... Las chicas de Polly –jovencitas, algunas de 14 y 15 años, siempre entre ellas alguna pelirroja, aunque fuera teñida– recibían a los clientes bien vestidas y maquilladas. Polly cuidada mucho de los detalles.
Las doce de la noche era la hora de máxima ebullición. Las habitaciones de la casa estaban completas, Polly atendía el teléfono y enviaba a chicas a apartamentos y hoteles de Nueva York. Corría el champán...
A veces Duke Ellington tocaba el piano en las fiestas que los capos del hampa daban allí. También había shows: la cantante de cabaret Gladys Bentley, que actuaba vestida de hombre, era una de las favoritas de los clientes de Polly. Los gánsteres y los policías y políticos corruptos eran clientes fijos del local. Eran imprescindibles y fatales para el negocio. Polly fue muy hábil lidiando con ellos y esa astucia le permitió ser la 'madame' más exitosa de Nueva York en los años 20, 30 y 40.
Su burdel era legendario. En la época de máximo esplendor incluso acudía gente chic, como los artistas, críticos y escritores relacionados con el mundo del espectáculo y la farándula de Broadway que celebraban una ácida tertulia en el hotel Algonquin, gente interesante como el dramaturgo George S. Kaufman o la escritora Dorothy Parker. Era distinguido ir a tomar algo al burdel de Polly. A veces iban señoras de postín que se quedaban embobadas viendo a las chicas y querían preguntarles todo tipo de detalles sobre su trabajo.
«Los clientes de su casa de citas incluían a comediantes como Harpo Marx, estrellas como Frank Sinatra, mafiosos como Frank Costello y Lucky Luciano; actores como Desi Arnaz, magnates o políticos. Ella decía que incluso en su casa habían atendido al presidente Franklin Delano Roosevelt antes de ser presidente. Y cuando le decían que cómo era eso posible si Roosevelt iba en silla en ruedas, ella se reía y decía que claro que era posible», ha contado Debbie Applegate, autora de Madam: the biography of Polly Adler, icon of the jazz age.
Para subsistir Polly contó con la ayuda –y también con los problemas– de manejar a los contrabandistas y mafiosos que controlaban los negocios sucios de la ciudad. Gracias a un gánsgter de poca monta Polly se convirtió en madame, gracias a otro –el poderoso Dutch Schultz, que la protegía– evitó Polly los desmanes y robos de bandas que «destrozaban la casa y mi sistema nervioso», contó ella.
Los corruptos eran una pata más del negocio, una partida importante en los libros de cuentas del burdel: se gastaba unos 50.000 dólares al año en untarlos, confesó Polly. «Me hice adicta al apretón de manos con un billete de cien», contó la alcahueta en su autobiografía Una casa no es un hogar (Desvelo Ediciones).
Su vida merecía un libro. Nació en 1900, en Janow, una aldea embarrada de Rusia, en una familia judía numerosa. El padre era un sastre espabilado decidido a sacar a los suyos de aquel lugar fangoso asediado por los pogromos. Solo tenía dinero para enviar a su familia fuera de uno en uno. Como Pearl (que luego cambió su nombre a Polly) era la mayor, fue la primera en viajar a Estados Unidos.
La niña, de 13 años, llegó sola a la isla de Ellis. Luego se instaló con unos primos lejanos y buscó trabajo. Lo encontró en una fábrica de ropa, cosiendo corsés. Le pagaban cinco dólares a la semana por 12 horas diarias seis días a la semana. Una miseria. Cuando libraba le encantaba ir a Coney Island, descubrió las salas de baile de Broadway y las citas con los chicos. Era una adolescente sin supervisión.
Pronto vino el primer zarpazo. Su jefe la violó, se quedó embarazada y sus primos la echaron. Polly abortó y se mudó a Brooklyn. Un mafioso le empezó a pagar para llevar a chicas a su piso y Polly –que siempre fue ambiciosa– vio que así podía prosperar mucho más que trabajando a destajo en una fábrica. En los locos años 20 «el único pecado imperdonable era ser pobre», dijo Polly.
En los locos años 20 «el único pecado imperdonable era ser pobre», decía Polly
Decidió abrir un burdel. Tenía cualidades para ser una buena alcahueta: era buena con los números, hábil en las relaciones públicas, y muy lista: había que serlo para sobrevivir en una tensión permanente, contentar a la mafia y a la policía y competir con otros burdeles. Además,ella no jugaba, odiaba las drogas y bebía, pero con control: se salvaba de los tres grandes lastres que acababan hundiendo a los profesionales del mundo del sexo ilegal.
Demostró ser muy hábil publicitando sus locales. Peregrinaba por los night clubs de moda y los speakeasies (los bares clandestinos de los años de la Ley Seca) acompañada de sus chicas más guapas y con sus mejores galas. Se hacían ver y dejaban su tarjeta de visita, con un número de teléfono, sin dirección. La estrategia funcionó. Lo demuestra una fotografía de 1924 en la que una joven Polly, de 24 años, posa con uno de sus primeros abrigos de pieles, por supuesto, largo hasta los pies.
Ganó mucho dinero: hasta 20 dólares por cada encuentro de sus chicas. Durante el crack del 29, la Gran Depresión y las dos guerras mundiales a ella le fue bien: «Cuanto más desesperados eran los tiempos, más buscaban los hombres el escape del sexo», contó Polly. Pero la suya no fue una vida regalada. Muchas veces quiso dejarlo. «Estaba harta de que me pincharan el teléfono y de las traiciones de la Policía: a menudo el líder de las redadas se había caído de una de mis camas aquella misma mañana», contó. También explicó la amarga vida de sus chicas, jovencitas para las que la Navidad siempre era triste porque «para una puta, Año Nuevo es el momento de arrepentirse del pasado más que de tener esperanza para el futuro».
El burdel fue muy bien en la Gran Depresión y durante las guerras mundiales. «Cuanto más desesperados eran los tiempos, más buscaban los hombres el escape del sexo», contó Polly
Polly Adler odiaba a los chulos y las drogas, e intentó impedir ambas cosas en sus locales. No era fácil. Polly estaba cansada, fueron muchos años de noches en danza. Solía librarse de la cárcel cuando había redadas porque sobornaba con astucia y generosidad. Pero hubo una vez que no se pudo librar y la encarcelaron. Pidió ayuda a Lucky Luciano, que movió sus hilos y Polly solo estuvo 24 días en prisión. La experiencia le horrorizó, aunque confesó a su abogado que la primera noche entre rejas «fue la primera en la que dormí de un tirón en muchos años».
Por fin logró retirarse, a los 45 años. Se mudó a California y escribió sus memorias (para espanto de su familia que siempre se avergonzó de ella y siempre aceptó su dinero) que luego llevaron al cine con Shelley Winters interpretando a Polly y una jovencita Raquel Welch en el papel de una de sus chicas.
El libro fue un éxito y la película, un fracaso. Polly no llegó a verla, murió dos años antes del estreno, en 1962, en California, cargada de recuerdos: guardaba incluso la camiseta que llevaba puesta cuando llegó a la isla de Ellis.
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