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Si hay algún símbolo identitario de Galicia, ese es la gaita. Su historia es una de las más nobles de este país y su sonido reproduce y descubre nuestra alma: dulce o dura, depende. Puede acariciar la playa o cortar el acantilado. Y por eso muchos emigrantes llevaban en la maleta lo justo para vivir y, a veces, una gaita. Con ella, nunca se olvidarían de ser gallegos.
El sonido de la gaita se escuchó en domicilios y lugares frecuentados por gallegos, en romerías de emigrantes. En la página 64 del libro Pinceladas criollas, publicado en Imprelibros SA, Colombia 2001, el escritor Jorge Plasencia describe, en el relato costumbrista El Café del Cura, a un personaje popular habanero que «era un gallego muy pintoresco de apellido Meduriña, de Ribadeo (Lugo) y jardinero de oficio». Dice que «después de que Meduriña comía y se daba cuatro o cinco “candangazos”, se ponía sentimental y comenzaba a entonar cantos de su tierra. En Navidad, traía consigo una gaita que tocaba con mucho deseo y poca destreza».
Entre la colonia y en la sociedad cubana, la gaita gozó de gran popularidad. Se enraizó y mezcló con la cultura autóctona de modo que «es imposible contar la historia de la música popular gallega sin Cuba y Argentina», dice Ramón Pinheiro en su A La habana quiero ir. Asegura que el activismo cultural de los gallegos se dispersó por ateneos y sociedades pero su huella sonora llegó a bandas de música, coros, al teatro lírico o la música popular. «El creador del danzón, el ritmo nacional de Cuba, fue Miguel Faílde, hijo de una cubana y un gallego de Betanzos», recuerda.
Catalepsia por nostalgia
La gaita estuvo por todas partes y ya en 1885, en La Habana, Lugrís Freire y Armada Teixeiro fundaron A Gaita Gallega, el primer periódico en gallego de América. Su primer número salió para celebrar el 25 de julio. En la celebración, un grupo dirigido por el maestro Joaquín Mouriño ofreció temas de gaita y tambor, danzas como La Muiñeira y canciones como Unha noite na eira do trigo, de Curros Enríquez. Y el 13 de diciembre de ese mismo año, A Gaita Gallega y otros periódicos llevaban a portada el caso de Camilo Martínez, un rapaz de A Peroxa (Ourense) que, a sus 22 años, luchaba en las filas del Ejército Español contra la insurgencia cubana. Al licenciarse, se quedó en la isla esperando hacer fortuna pero, a los dos años de estancia, su fracaso no tenía vuelta atrás. Y entró en un estado cataléptico que lo mantuvo inmóvil, como muerto, 14 meses. Los médicos le diagnosticaron «catalepsia por nostalgia» y aplicaron una terapia insólita: el Centro Gallego pagó a unos gaiteiros para tocar dos veces al día al lado de su cama en el hospital y hablarle gallego. Y funcionó. Primero movió una ceja, luego estornudó ligeramente, más tarde comenzó a toser y así, poco a poco, fue saliendo lentamente del coma y de su extrema depresión entre muiñeiras, aturuxos y fandangos...
La labor precursora del maestro Chané y otros grupos y representantes de la música popular gallega
El 83% de los 128.000 españoles que llegaron a Cuba a comienzos del pasado siglo eran gallegos. Según Sonia Enjamio, era el grupo más numeroso entre los provenientes de las diversas comunidades españolas. Por eso, no era extraño que las fiestas y celebraciones de la colonia tuviesen como denominador común la gaita. El instrumento se convirtió en símbolo espiritual de los gallegos y se integró en la tradición instrumental cubana interpretando jotas, muiñeiras y pasodobles así como la habanera y el danzón creado por el gallego Faílde.
Las sociedades de emigrantes celebraban sus festividades en jardines y cervecerías de La Habana -La Tropical, La Polar, La Cristal...- animadas siempre por grupos y gaiteiros solistas como, entre otros, Francisco Paradela, de A Coruña, Eduardo Lorenzo, de Arbo (Pontevedra), o el Quinteto Monterrei que formó José Posada, de Verín (Ourense), y que tuvo un gran éxito en los años treinta. Ellos y otros contribuyeron notablemente a la alta estima y presencia de la gaita gallega en Cuba.
Nuestra música contó en la isla con maestros tan ilustres como José Vide, el ortigueirés Felisindo Rego (autor de la zarzuela Non máis emigración), Ricardo Fortes, Joaquín Zon o el viveirense Rodríguez Carballés. Y tuvo su primera gran referencia en 1893 cuando el ya prestigioso Chané emigró a Cuba despechado por la supresión de una cátedra que ocupaba en A Coruña. En La Habana dirigió el orfeón Ecos de Galicia y dejó un legado clásico para Galicia al poner en partituras poemas de otro ilustre emigrado, Curros Enríquez, como Lúa de Cangas, A foliada o Unha noite na eira do trigo…
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Os Montes iban a tocar y acabaron velando a Curros
Los emigrantes llevaron consigo la música y la gastronomía. Por eso el periodista de Barreiros, Juan R. Somoza, les animó a celebrar fiestas y romerías para preservar su identidad, cohesionarse, decir quiénes eran. Y cuando Cuba o Argentina gozaron de bonanza económica, grupos de gaiteiros viajaron allí para tocar ante la colonia. Uno de ellos fue Os Montes, de Viveiro, formado por Juan Latorre Capón -sobrino de Juan Montes y músico de referencia en Viveiro donde murió en 1936-, el sastre Antón Soto, el ebanista Eugenio González, O Madono, y el pintor de Mondoñedo, Ramón Salaverri. Viajaron en 1908, en el vapor Bismarck, invitados por los viveirenses en Cuba que querían saciar morriñas y fomentar su unión para constituir una sociedad. El plan era que realizasen una pequeña gira por la isla y culminarla con un gran concierto en el Centro Gallego.
Llegaron el 5 de marzo de 1908, dos días antes de que el poeta Curros Enríquez falleciese en el hospital del Centro Asturiano porque discrepaba con los directivos del Gallego. De inmediato, la Academia Gallega propuso trasladar su cadáver a A Coruña. Se acordó que el féretro embarcaría en el Alfonso XII el 20 de marzo para llegar once días después y ser enterrado el 2 de abril en San Amaro. Durante los 13 días que el cadáver permaneció en La Habana -del 7 al 20- los directivos del Centro Gallego organizaron actos y homenajes en su honor. No querían ser acusados de resentidos ni de actuar de espaldas al sentir de una colectividad que adoraba a Curros. Así que instalaron su capilla ardiente primero en el Diario de la Marina, donde había sido redactor-jefe; luego en el Centro Gallego; y, al final, en el Cementerio de Colón para que los emigrantes se despidieran de él y le presentasen sus respetos antes de salir para Galicia.
Y quién mejor que Os Montes, aquellos repoludos gaiteiros de Viveiro, para velar el cadáver del gran Curros, transportar de un lado al otro su ataúd y dar pompa, suntuosidad y boato, ataviados con los trajes tradicionales que utilizaban para sus actuaciones, al último viaje del vate gallego...