«Bienvenidos a la mejor semana del verano»: los 1.540 niños suertudos de la provincia de Pontevedra

O GROVE

El campamento público de A Lanzada, para el que cada año hay un aluvión de solicitudes, es una especie de vuelta al origen; seis días en los que los críos son críos de verdad y un reto para padres hiperconectados
26 ago 2025 . Actualizado a las 19:25 h.Cuatro de la tarde de un domingo de agosto. Carretera hacia San Vicente do Mar (O Grove). Una joven, con un calcetín con un agujero tremendo y otro no, con varios dientes pintados de negro —aunque de lejos casi parecía negrura real— brinca sin parar a pie del arcén. Salta y grita. Grita y salta: «¡Bienvenidos al mejor campamento del mundo!», le chilla a los coches que van metiéndose hacia el centro vacacional de la Diputación en A Lanzada —esas tiendas de campaña de color verde pegadas al litoral—. Dice ella, que lleva un loro encima del que suena a toda potencia esa de la potra salvaje, que se llama Verdes. Pero en realidad es un arco iris andante. Recibe con tanto ímpetu que es imposible no querer quedarse en el campamento. ¡ Y eso que es 24 de agosto y los que llegan son los 140 niños de la décima tanta del verano! Los críos quizás no lo saben, pero son algunos de los 1.540 suertudos de la provincia, ya que el campamento lo solicitaron algo más de 3.600 pequeños y solo les tocó a ellos.
La aventura de A Lanzada comienza días antes de que la monitora Verdes reciba cantando a pleno pulmón. El equipaje requerido es ya una declaración de intenciones: linterna, cantimplora, camisetas deportivas, saco de dormir, fanequeras... y poco más. Lo suficiente para volver al origen y ser crío de verdad: sin pantallas, que es lo que esencialmente marca la diferencia. Llega el día, el domingo más esperado, y empieza la vida en A Lanzada. Tras el recibimiento cantarín, en el párking continúa la fiesta. Mientras bajan maletas y macutos, los padres empiezan a entender de qué va la cosa: «¡Bienvenidos a la mejor semana del verano, sois unos suertudos!», les dice el monitor Richard, que también va con los dientes pintados de negro y otro aparato al hombro que mete música al ambiente. Y se obra el milagro: esos rapaces que llegaban tímidos, alguno titubeante, empiezan a soltarse. A reír. La empatía, como siempre, funciona la mar de bien.

Recepción y demostración de responsabilidad. Porque los niños entran en tromba. Pero allí todo parece ordenado. En cada tienda hay un monitor esperando y antes de nada toca que los que necesitan medicación o tengan intolerancias pasen por la enfermería y que sus progenitores canten sus historias.
Luego, a conocerse. Los monitores lo ponen fácil. Unos llevan sombreros de pollos o patitos en la cabeza. Otros van pintados... todo el mundo parece de fiesta. Quizás por eso hasta una niña que entra llorando acaba tranquila en cuanto sus padres enfilan la puerta. Van a jugar, a ir a la playa, a visitar la isla de Ons... pero sobre todo van a aprender a buscarse la vida sin el comodín de papá y mamá. Porque la norma es clara: salvo que algo vaya mal, no se llama a casa hasta el jueves, cuando el campamento está más que rodado y solo quedan dos días para irse a casa. Así lo dicen en las normas, en la que se pide que se confíe en el criterio profesional de la firma que gestiona el campamento, Golfiño Xestión de Ocio. Es un reto para niños y, sobre todo para padres de la era hiperconectada. Es volver a ser niños de siempre; a jugar sin radiarlo todo al minuto.
Amistad a velocidad de la luz en la tienda 33
Las emociones, a veces —muchas veces— brotan a borbotones y con arroutadas. Le pasó a una niña llamada Lola, que este domingo era una de las crías que se incorporaba a la penúltima tanda del verano en el campamento provincial de A Lanzada. Ella, que habitualmente tiene gran capacidad para narrar lo que siente, se confesaba confusa a la entrada del campamento: «Es que me apetece mucho entrar, pero por otro lado estoy muy nerviosa... no sé. Lo que más me preocupa es con quien voy a dormir en la tienda», decía mientras a su espalda el mar de A Lanzada rompía con fuerza.
El reloj pasaba de las 16.30 horas cuando a Lola le dieron el número mágico: el 33. Esa era su tienda. Se puso un poco nerviosa porque al principio no la encontraba. Y a punto estuvo incluso de enfadarse porque le parecía que le había tocado muy lejos. Pero, cuando ya andaba refunfuñando, todo cambió. Una voz animosa le preguntó si iba para la tienda 33 y lo siguiente que recibió fue un cálido recibimiento: «Soy Lucía y voy a ser tu monitora de tienda», le dijo una joven de 21 años que la abrazó.
A Lola le cambió la cara, el ánimo y todo. Su mamá ya empezaba a sobrar en la escena mientras ella, al ser la primera en llegar a la tienda, tenía el privilegio de elegir en qué lado iba a dormir. Pasaron escasos segundos hasta que llegó una compañera, llamada Mérida. Y la magia obró.
Las niñas se miraron, algo se dijeron delante de las madres de cada una y a partir de ahí todo fluyó. «Mamá, Mérida es guay», señalaba Lola al oído de su progenitora. «Mamá, Lola es muy guay», replicaba la otra. La monitora se reía y confirmaba: «Es habitual esto, las amistades aquí se hacen rapidísimo».
Las madres se retiraron rápido y allí empezó la juerga. A lo lejos, en la tienda 33, las niñas bailaban con la monitora mientras esperaban a la que sería su tercera compañera de camastro. Habrá que ver cómo evoluciona esa amistad hecha a la velocidad de la luz. Si acaba habiendo un trío de niñas amigas en la tienda 33 o si tienen sus más o sus menos. Tienen seis días para comprobarlo. De eso va el campamento. Y la vida, también la vida.