No soy una Fitipaldi, pero digamos que me manejo con soltura con el coche. La soltura suficiente como para haberme comido la columna del garaje en alguna ocasión y la imprudencia normal de acelerarme un poco más de lo corriente en alguna recta. Después de 25 años de carné y un currículo móvil bastante limpio de incidencias, se puede decir que tengo una capacidad «normal» para manejar un vehículo. Sin embargo, desde que soy madre he desarrollado una sensibilidad especial, sobre todo para encontrar aparcamiento antes que nadie (a costa de lo que sea, porque las prisas me pueden), además de un sensor para repeler los párkings incómodos. Así que prefiero ir a tiro fijo e intento buscar los aparcamientos más amplios. No obstante, por algún desarreglo que se me escapa (espero que no sea la edad) la vuelta al cole me llevó de cabeza -de cabeza abajo, de cabeza arriba, hasta dar más de mí que las gimnastas olímpicas- al aparcamiento de la plaza de Pontevedra, donde me volví a quedar atrapada. Un impulso inexplicable me condujo directa a meterme allí con el coche para hacer unas compras y, a la vuelta, cuando quise abrirlo, me encontré con que era imposible acceder a él por la parte del conductor. Como pude, por la puerta del copiloto, y sacando a la contorsionista del Circo del Sol que no sabía que llevo dentro, levanté la pierna izquierda, la derecha, me rasqué con el cambio de marchas, me cagué en todo lo que se crio, y conseguí -sudada- ponerme al volante.
Y aunque por un momento pensé (frívola de mí) que en ese ejercicio de alto riesgo tal vez había bajado de golpe las mil calorías que muchas desearían, me acordé de que ya embarazada de siete meses hace años también me quedé atrapada en ese lugar. En ese mismo infierno. Aunque en aquella ocasión fue mucho peor, porque después de aparcar y salir del coche con dificultad, mi barriga no cabía entre la columna y el espejo retrovisor, así que, desesperada, solo fui capaz de aplastarla.
No sé si este desahogo público servirá de algo, o si tendremos que volver a sacar la cinta métrica como hizo mi compañero Alberto Mahía hace años, en un magnífico reportaje, para medir plaza por plaza los aparcamientos de esta ciudad. Y ustedes saben bien de lo que hablo. No he vuelto a pisar el de la plaza de Galicia, ni el de los Juzgados, procuro siempre que puedo el del Parrote (si encuentro cómo llegar a él), y después de esta contorsionista experiencia, juro como Escarlata O’Hara que no volveré a aparcar (salvo fallos del sensor) en el de la plaza de Pontevedra. Eso sí, otro día les cuento lo que me pasó en el de Riazor, donde en plena noche, sin dinero suelto suficiente, cuando me acerqué a pagar a la caja un cartel me avisó: «No se aceptan tarjetas». A los aparcamientos les tengo pánico.