El soplo que insufló vida en el jazz latino

x. f. REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

OSCAR CELA

El trompetista y conguero Jerry González, que vivió varios años en Vigo, falleció en el incendio de su casa en Madrid

02 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Jerry González, que falleció en la madrugada del lunes cuando se declaró un incendio en su casa del barrio madrileño de Lavapiés -la policía lo halló inconsciente debido a la inhalación de humo- parecía convocado por naturaleza a asumir el papel que desempeñó en la génesis y desarrollo de lo que se dio en llamar jazz latino. Nacido en Nueva York en el seno de una familia puertorriqueña, desde pequeño -su padre era cantante- bebió tanto de los ritmos caribeños como del be bop que mandaba en el jazz de la época. En las calles y los parques escuchaba a los tamboreros latinos, en los clubes sonaban los vientos de cambio de una nueva generación negra. Era lógico que sus dos grandes influencias se concentrasen en el percusionista cubano Mongo Santamaría y Dizzy Gillespie, acotando de paso el territorio sonoro de González, las congas y la trompeta. Con Gillespie formó parte de su banda, pero no abandonó la vena latina, que lo llevó al lado de Tito Puente o Ray Baretto. Junto a su hermano Andy fundó los conjuntos Anabacoa y el Grupo Folklórico y Experimental Nuevayorkino, pero fue con la formación Fort Apache Band con la que viajó en el tiempo para desentrañar los orígenes africanos del jazz vía el Caribe. El jazz latino, por tanto, no era una etiqueta comercial ni una forzada fusión geográfica, sino el resultado de una investigación sonora de las raíces del género. Como testimonio de esa hibridación quedan discos singulares como Rumba para Monk, de 1989.

La ya reconocida trayectoria de González entró en una marcha nueva con el documental Calle 54, de Fernando Trueba. Como con Bebo Valdés o Paquito D’Rivera, la exposición que supuso la cinta le ganó una nueva popularidad que se tradujo en actuaciones y proyectos a este lado del Atlántico. Y, crucialmente, conectó a González con los músicos flamencos, abriendo una nueva vía de exploración artística. Paco de Lucía, El Cigala o Jorge Pardo se convirtieron en nuevos compañeros de otra etapa de su viaje vital y creador, en el que González podía reconocerse. «El mundo del flamenco lo encuentro igual al de la comunidad de blues de América. Y también veo muchas cosas en común entre el flamenco y el estilo de vida de Puerto Rico», le explicó en el 2015 a Carlos Crespo en una entrevista en La Voz. González asentó firmemente un pie en Nueva York -«Necesito ir cada año», se justificaba- y otro en España, que lo trajo a Vigo, de donde era su pareja y vivió entre el 2013 y el 2017. Desde su refugio en Bouzas colaboraba con artistas locales y, con formaciones pequeñas, como el formato trío, actuaba en algunos de los veteranos locales consagrados al jazz en Galicia o en ciclos.

La aventura trasatlántica de González no se quedó en el flamenco, sino que lo acercó a otros registros, como la copla de Martirio o el rock clásico con raíces y vocación de cantautor de Andrés Calamaro, otro artista nadando entre orillas. Él, que había asumido como propio el mestizaje y lo cultivó toda su carrera, explicaba de esta forma su ideario: «La única frontera es lo que uno lleva dentro y su capacidad de improvisación».