Juan Tallón: «Viví totalmente atosigado, ahora soy más bien un espectador de la vida de los demás»
FUGAS
«Ver un partido de fútbol con mi padre es un tortura, puede volverse un monumento al fatalismo», revela el filósofo novelista de Vilardevós. El «gallego inquietante» publica «Mil cosas», noticia convertida en novela en 150 páginas y 23 días. Prepárate para la avalancha de lo que viene a ser tu vida
04 oct 2025 . Actualizado a las 21:10 h.En el viejo Mitsubishi Lancer que enfila una calle en hora y temperatura punta en Mil cosas vamos tú y yo. No solo Travis llegando a la farmacia a por pañales un minuto cuando cerró. También estamos tú y yo bajo la ducha con Anne, rozando el placer efímero del chorro de agua caliente. Anne y Travis, y algunas personas más, conducen o se dejan ir en Mil cosas, de Juan Tallón (Vilardevós, Ourense, 1975), ese ilusionista con aldea que nos lleva A este lado del paraíso de Fitzgerald con tragos de humor. Mil cosas hace pensar de pasada en El asiento del conductor, de Muriel Spark. Imposible apearse.
—Podemos hablar de «Mil cosas». Por ejemplo, ¿por qué las «road movies» antes acababan mejor?
—Quizá porque antes teníamos mayor control sobre nuestras vidas, sobre nuestro anclaje en el mundo. Ahora no. Ahora el control está en otras manos. Ahora, creo, tenemos menos margen para decidir. Decidir qué queremos hacer con nuestra vida, a quién queremos consagrar nuestra intimidad. Asumimos la velocidad de las cosas que se nos impone. Vivimos en lo que los expertos llaman La Gran Aceleración. Esa aceleración que está sujeta a la vida contemporánea nos afecta en el orden personal y doméstico. Vivimos más deprisa. Ya no solo cuando nos informamos. Aceleramos hasta cuando vamos a pie.
—¿Está demostrado?
—El 22 de agosto del 2006 entre las once y media de la mañana y las dos de la tarde, hora local, investigadores del British Council cronometraron en secreto la velocidad a la que caminaban cientos de peatones en el centro de una treintena de ciudades del mundo. Calcularon el tiempo que empleaban 35 hombres y 35 mujeres en recorrer un tramo de 60 pies (18 metros) de acera. La última investigación sobre el ritmo de vida la había hecho en 1990 la Universidad Estatal de California. El British Council descubrió que, desde entonces, la velocidad a la que se caminaba era un 10 % más elevada. La ciudad en la que los peatones se desplazaban más rápidamente era Singapur: tardaban 10,55 segundos en completar los sesenta pies. La seguían Copenhague y Madrid, donde los caminantes necesitaban 10,89 segundos. En Blantyre (Malawi) se alargaban hasta el medio minuto, con diferencia los mas lentos.Pero han transcurrido casi 20 años desde ese estudio, tiempo en el que las cosas no han dejado de suceder más y más rápido.
«Quizá somos víctimas de la ficción de ser libres. Hay gente que, simplemente, no puede ejercer la valentía de escoger»
—¿No hay margen para decidir? Como novelista usted decide llevarnos adonde quiere, muy deprisa.
—Quizá somos víctimas de la ficción de ser libres. Hay gente que, simplemente, no puede ejercer la valentía de escoger. Como escritor, tengo la libertad de escribir la novela que quería escribir. Mi propósito era poner el foco sobre algo indisociable de la existencia humana: el error. En Los hermanos Karamázov, de Dostoyevski, un personaje dice: «La vida descansa en el disparate». Así es. Están los errores que cometen los grupos. Y los individuales, esos en los que uno piensa que nunca va a caer. Yo quería saber cómo puede cometerse un error ante el que estamos sensibilizados. Por eso tenía que escribir de cómo está viviendo mucha gente.
—Es fácil sentirse reconocido en esa vida lerda y loca de Anne y Travis, perseguida por una avalancha de cositas. ¿Era su intención cero obligarnos a ponernos en esa piel o fue improvisando?
—Hubo algo de improvisación máxima. Es la primera novela en la que entré a trabajar sin trabajo previo en la libreta. Su gestación se pareció más a la de un relato caído del cielo, que uno intenta escribir de una sentada para que no se le escape nada. El 15 de diciembre del 2024, en mitad de la escritura de otra novela, se me presentó el comienzo de una nueva. Me puse a escribir el comienzo, continué por la mitad y no me detuve hasta el 6 de enero del 2025, cuando la acabé. La escribí en 23 días.
—¿Hay en esa ansiedad que denuncia y parodia un toque de placer?
—Sí. A la vez que la novela quiere capturar la ansiedad del modo contemporáneo, quiere secuestrar la atención del lector. Seguramente, el lector piense que esto va a acabar bien...
—Pero pone el clavo en el que se ha de colgar al final...
—Sí. La literatura tiene eso fascinante del manejo de los misterios. No contar es un ejercicio narrativo.
—Esta novela nos hace sentir profundamente superficiales.
—Nos está pasando eso. Ya no sabemos distinguir las cosas importantes de las poco importantes y de las en absoluto importantes, porque nos hicieron creer que todo era importante.
—¿Es «Mil cosas» una pieza de terror?
—Seguramente. Una novela de terror escondida en una aparentemente anodina.
—No falta el sentido tallonesco del humor.
—Es inevitable, porque esa es mi mirada. Pase lo que pase, no se puede tomar uno absolutamente en serio.
—El corcho de Anne con una columna de Jabois, curioso. ¿Su humor está en los detalles? ¿Por qué ese texto de Jabois?
—La novela está llena de detalles en los que posar la vista. Y haces como los magos, que te sorprenden porque estaban prestando atención a otra cosa. Aquí sucede como en algunas pelis de terror o en las de Hitchcock, en las que sabes qué va a pasar y le dices al personaje «¡miras pa'trás, date la vuelta!». Respecto a Jabois, le pregunté: «Oye, Manuel, ¿qué columna tuya podría tener recortada uno de mis personajes en su habitáculo de trabajo?». Me dio tres o cuatro opciones y elegí esta, Y el título lo obtuve de un mensaje que él me escribió después de leerla, en el que decía de pasada «mil cosas», no para referirse a un posible título, sino a las muchas vicisitudes que atravesaban los protagonistas.
«Siempre estoy mirando el mundo con cierto fatalismo, pero tratando de encontrar la ternura y el humor para transitar por él. Creo que tiene que ver con mi crianza en una aldea. En el rural gallego, las cosas nunca fueron bien. En las aldeas las cosas no iban nunca bien, pero se podía llevar una vida feliz»
—¿Vive con la velocidad en los talones?
—Tengo muchos amigos que viven atosigados por la velocidad del mundo. Pero ahora vivo tranquilo, en Ourense; vivo de lo que escribo. Viví totalmente atosigado, pero ahora soy más bien un espectador de la vida de los demás.
—Me parece que ha hecho de «La sociedad del cansancio» de Byung-Chul Han una novela.
—Supongo que tiene que ver con que estudié muchos años Filosofía.
—¿Cómo saber quiénes somos? «Solo el instante me conoce».
—No llegamos a un nivel de conocimiento en que sepamos que somos así o asá. Porque al poco podemos ser asó. Somos cambio. Todos queremos ser únicos, pero en el fondo somos un ladrillo más en la pared. Estar alienado tiene que ver con eso, con estar envuelto en ese mar de fondo que crees que te lleva en la dirección elegida, pero nadas, nadas y nadas y cuanto más nadas más te metes en ese mar de fondo.
—En Tallón hay empatía, pero no redención. Jacobo Bergareche nos redime, Tallón nos acompaña en el sentimiento...
—Hay un lejano, ingenuo, rayo de luz en una veta, porque te empeñas en creer que de ahí puede surgir una esperanza. Las cosas al final no suceden como en las novelas de Tallón. Uno tiende a pensar que la fatalidad siempre le va a tocar a otro.
—¿Su sentido fatalista le viene del lugar donde nació?
—Ese sentido fatalista, trágico, solo puedo pensarlo desde donde vengo. Por ejemplo, conozco pocas personas más fatalistas que mi padre. Ver un partido de mi equipo con mi padre puede volverse un monumento al fatalismo, si va bien piensa siempre que se va a torcer y que lo que va mal solo puede ir a peor. Siempre estoy mirando el mundo con cierto fatalismo, pero tratando de encontrar la ternura y el humor para transitar por él. Creo que tiene que ver con mi crianza en una aldea de 300 personas en Vilardevós. En el rural gallego, las cosas nunca fueron bien. En las aldeas las cosas no iban nunca bien, pero se podía llevar una vida feliz, sin expectativa de que las cosas van a ir a mejor. A pesar de sus finales, en mis libros hay una fe en el contar, una felicidad en el hecho narrativo. No sé si hay redención, pero escribo con la vocación de que haya un vitalismo imparable pese a todo. El vitalismo de la historia no está en si acaba de una manera o de otra, sino en cómo transcurre. Puedes ser destruido, pero no derrotado.