
Pilar Ramos regenta el único bar de Angrois. Como todos en el barrio, intenta pasar página a una tragedia que les ha dejado abierta una herida profunda
24 jul 2015 . Actualizado a las 11:59 h.Solo hay un bar en Angrois, el O Tere. Tras su barra, está siempre Pilar Ramos con su mandilón y su voz pausada. El 24 de julio del 2013, uno de los vagones del tren Alvia que descarriló cayó en llamas justo delante de su puerta. La zona cero estaba abajo, en las vías, pero dos años después se ha trasladado a su local. «Nós na casa non falamos nada deso agora», explica. Como todos en el barrio, quiere pasar página a una tragedia que, como la define Anxo Puga, vicepresidente de la asociación de vecinos, «é a ferida que non se deixa pechar». Pero es imposible esquivar los recuerdos. Es raro el día en el que no aparece un familiar de una víctima con flores o con la necesidad de hacer preguntas que ya no tienen respuesta. «Agora venche moita xente mal por aquí. Veñen dar as grazas, veñen saber como foi ou queren saber se viches con vida ao seu familiar... ¿Como vou saber eu? Son cousas que nos metemos os seres humanos na cabeza», reflexiona.
Lo cierto es que este barrio de Santiago ya siempre dará nombre a un drama. «Traxedias pasan en todo o mundo e unha delas chámase Angrois», se resigna Puga. Convivir con el recuerdo constante de tanto dolor es un segundo acto de generosidad de unos vecinos que aquella tarde y aquella noche bajaron a las vías a ayudar a los heridos, rescataron cuerpos de entre los escombros y se convirtieron en un monumento colectivo a todas las mejores virtudes que tiene la especie humana. Aunque ellos, humildes, relativizan todos los elogios. «Nós non somos ninguén, somos os mesmos que éramos», replica Pilar Ramos a los halagos. Como hacen en O Tere, el resto de vecinos de Angrois tampoco suele hablar ya entre ellos de la tragedia. «A semana pasada foi festa e estivemos todos moi ben, moi aquelados», señala para describir los pocos avances logrados en la búsqueda de la normalidad.
Nadie aspira a olvidar
En Angrois nadie aspira a olvidar. Saben que eso es imposible, pero sí añoran poder dejar de hablar del accidente y recuperar una tranquilidad que es raro el día que no se les rompe. La funeraria acude a menudo a colocar coronas de flores y son muchos los que se acercan cada poco tiempo para dejar ramos en memoria de sus familiares o amigos muertos en el accidente. En Angrois lo entienden, lo asumen, pero les impacta.
Tener un bar frente a la curva en la que descarriló el tren y haber sido una especie de centro de operaciones durante las tareas de rescate no favorece a Pilar Ramos. Ha sido el paño de lágrimas de muchos familiares de víctimas. «Tivemos dous anos moi malos, este foi máis levadeiro, pero chegoulle ben aínda. Venche algún que tes que facer mundos para non baixarte, pero ao final baixas-te... Unha vez unha nai preguntoume se vira a súa filla con vida», relata emocionada. Otras veces, esos encuentros son más amables. Ayer, una mujer se plantó en el bar con maleta y todo. Ni es víctima ni tampoco tiene familiares que lo son. «Solo quería darles las gracias por su ejemplo y su coraje», le dijo Victoria Eiriz a Pilar Ramos. «Estaba en la estación, tenía tiempo antes de coger el tren de vuelta a Madrid y tenía que venir aquí solo para darles las gracias. Es increíble lo que hicieron», añadió. Y eso hizo. Se pidió una coca cola, se fumó un cigarro en la terraza y se fue de nuevo a la estación.
Un contacto tan directo con el dolor le ha pasado factura a esta mujer de apariencia fuerte. Tras la nula protección que le ofrece la barra de su bar ha tenido que escuchar muchas historias tristes, desgarradoras. «Chorei tanto, que teño os ollos secos de tanto chorar», asegura. Y cuando detecta que se ha considerado su frase como un mero recurso estilístico añade: «Non é unha broma, se me secaron as lágrimas e estou botando unhas gotas. Foi de chorar seguido».
Pilar no bajó a las vías aquel día fatal. Como otros, se quedó atendiendo a los heridos y supervivientes. Repartiendo mantas, ofreciendo palabras de aliento y dando infusiones a unos y otros, incluido algún bombero al que las escenas que tuvo que ver le habían roto por dentro. Martín, el hijo de la propietaria del O Tere, sí que estuvo entre los vagones desvencijados. Las ganas de volver a la normalidad son aún mayores entre los más jóvenes. Algunos preferirían que su vecindario no se convirtiese cada dos por tres en un plató de televisión o que los peregrinos que cruzan Angrois no se hiciesen fotos frente al lugar de la tragedia. El barrio se ha ganado el derecho a seguir con sus vidas e intentar cicatrizar una herida que llevarán abierta de por vida. «Polo menos as xeracións que o vivimos e que sabemos o que aí pasou», admite Anxo Puga.