De enfermedad de transmisión sexual a infecciones de transmisión sexual, ¿por qué se hacen estos cambios?

Macarena Poblete / Lois Balado

ENFERMEDADES

Un autotest de detección de VIH en sangre, de venta en farmacias.
Un autotest de detección de VIH en sangre, de venta en farmacias. PACO RODRÍGUEZ

En medicina, cambiar un nombre no es solo una cuestión de exactitud: puede derribar estigmas, abrir debates y, en algunos casos, influir en la evolución de un tratamiento

30 sep 2025 . Actualizado a las 09:49 h.

Desde 'mongolismo' a síndrome de Down. De 'unidad de vigilancia intensiva' (UVI) a 'unidad de cuidados intensivos' (UCI). La historia médica está llena de giros lingüísticos que reflejan cambios científicos, claro, pero también sociales. Sin embargo, ¿quién decide cómo nombrar o dejar de nombrar a las enfermedades? Está claro que emplear hoy la palabra mongólico para referirse a una persona con discapacidad intelectual rechinará a cualquiera, ¿pero de verdad importa tanto que dejemos de emplear «enfermedad de transmisión sexual» para cambiarlo por «infección de transmisión sexual»?, ¿tanta es la diferencia realmente? Habrá opiniones, que son libres, pero también realidades. Y una de ellas es que el lenguaje no solo describe la salud, también la moldea. Cristian Saborido, especialista en filosofía de la medicina, lo define desde su prisma, más ligado al pensamiento que a la actividad asistencial: «Más que curar y cuidar, la labor de la medicina es explicar».

Para Saborido, la relación entre lenguaje y salud se compone de múltiples capas. La más visible es la comunicación entre médico y paciente, una pieza central en la ética clínica —de hecho, fundamental en la práctica asistencial, porque explicar, y hacerlo bien, también es parte esencial de la labor de un facultativo—. Sin embargo, él filósofo centra el foco en un plano más profundo: cómo las definiciones médicas y las etiquetas que utilizamos determinan la manera en que entendemos la enfermedad.

El peso de las palabras en la práctica médica

Los nombres de las patologías, explica, surgen de consensos entre especialistas para facilitar el trabajo clínico. Así lo corrobora Cristina V. González, coordinadora de la Unidad de Terminología Médica de la Real Academia Nacional de Medicina de España (RANME), encargada de redactar el Diccionario panhispánico de términos médicos (DPTM): «Los términos se seleccionan cuidadosamente en función de su vigencia y actualidad en el ámbito biomédico, y también se tienen en cuenta las búsquedas que se realizan en el diccionario para asegurarnos de incluir los más demandados. La actualización de las definiciones depende de la evolución del conocimiento científico. Hay ámbitos en que los cambios son muy rápidos y, por ello, los especialistas de cada campo están alerta para avisarnos cuando se producen avances importantes que requieran modificaciones en las definiciones ya incluidas».

Sin embargo, el significante en el que acabamos depositando el significado de una enfermedad o término médico también refleja valores y prejuicios de su época. La historia ofrece ejemplos llamativos: en los primeros años de la epidemia de VIH en Estados Unidos, algunos medios y médicos la bautizaron como la enfermedad de las cuatro H, aludiendo a hemofílicos, heroinómanos, homosexuales y haitianos. Una etiqueta que, evidencia Saborido, «reflejaba unos prejuicios brutales» y que pronto fue sustituida.

Pese a que lo de las cuatro H es un ejemplo absolutamente obvio, quizás limitarse al siglo XX sea tener demasiada poca perspectiva. Al abrir la horquilla de siglos, queda patente —y a nadie le extrañará ni le parecerá una aberración posmoderna— cómo la actualización de los nombres que se le daban a las cosas han variado mucho de la mano del aumento del conocimiento científico. Todavía se conservan los registros de defunciones semanales que se producían en la ciudad de Londres en el siglo XVII. En una semana cualquiera de 1620, 174 ciudadanos habían fallecido de tisis (consumption, en inglés), diez de una enfermedad llamada 'mal del rey', la causa de muerte de diecinueve londinenses fue algo llamado 'rising of the lights' (literalmente, el ascenso de las luces), 113 fallecieron por 'dientes' y 74 por 'griping in the guts', literalmente, dolor en las entrañas. Hoy sabemos que detrás de estas dolencias estaban, respectivamente, la tuberculosis, escrófula —linfadenitis tuberculosa—, probablemente tos ferina, infecciones derivadas de caries o apendicitis.

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«El diccionario refleja el lenguaje vigente en el momento actual, pero también tiene una vocación histórica, por lo que recoge términos que se usaron en el pasado y que pueden encontrarse aún en la literatura. Los cambios en el lenguaje no suelen producirse de forma abrupta, por lo que el diccionario tiene que adaptarse de la misma manera, conservando los términos que se usaron en el pasado, pero alertando de la conveniencia de usar otros más actuales o más adecuados al avance científico. Para indicar estas variaciones en el uso existen observaciones como “Es un término de uso decreciente”, o incluso “Válido solo en contextos históricos”», explica la coordinadora de la Unidad de Terminología Médica de la Real Academia Nacional de Medicina de España. Merece la pena echar un vistazo al diccionario para cualquier usuario, sea o no sea un proveedor de salud. 

De igual forma, organismos como la Organización Mundial de la Salud (OMS) actualizan cada cierto tiempo la Clasificación Internacional de Enfermedades, incorporando cambios que responden tanto a nuevos conocimientos como a transformaciones sociales. En Japón, por ejemplo, se modificó la traducción de esquizofrenia, antes denominada «enfermedad de la mente dividida», por otra menos estigmatizante.

La precisión científica también influye: la «tisis» —anteriormente nombrada— pasó a ser tuberculosis cuando se identificó al bacilo de Koch como agente causal. En otros casos, la modificación busca reducir estigmas, como el que prime el término «infecciones de transmisión sexual» sobre «enfermedades de transmisión sexual» o la inclusión del Asperger en el trastorno del espectro autista para destacar la diversidad de manifestaciones.

Cuando el lenguaje limita —o potencia— la experiencia del paciente

Saborido conecta estas transformaciones con un concepto filosófico: «la injusticia epistémica», formulada por Miranda Fricker. Se produce, explica, cuando alguien experimenta consecuencias negativas por su falta de conocimiento o por carecer de herramientas para expresarlo. En salud, puede adoptar dos formas: la injusticia testimonial —desvalorizar el relato de un paciente por prejuicios— y la injusticia hermenéutica —cuando la persona no dispone del lenguaje para describir lo que le ocurre—.

«En medicina esto es inevitable», reconoce el filósofo. La asimetría de conocimientos entre paciente y profesional crea un terreno propicio para que el primero no pueda poner en palabras su experiencia. Para reducir este desequilibrio, propone dos estrategias: mejorar la alfabetización en salud y que los profesionales construyan puentes lingüísticos partiendo de la experiencia del paciente.

Sobre la importancia de ese flujo de la comunicación entre médico y paciente, sobre la necesidad de este que sea claro, Laura Gómez, lexicógrafa de la Unidad de Terminología Médica de la RANME, expone cómo a veces es necesario adaptar ese lenguaje e utilizar palabras más coloquiales o menos precisas, como prefieran verlo: «En su consulta, el médico ejerce, de manera inconsciente y natural, como 'traductor' del lenguaje científico, con la finalidad de informar correctamente al paciente y proporcionarle la seguridad y el apoyo necesarios en momentos que a menudo conllevan fragilidad y nerviosismo. Por eso, el DPTM recoge la terminología coloquial que habitualmente se emplea en centros de salud y hospitales para dirigirse a los pacientes: aunque el oftalmólogo anote 'ambliopía' en la historia clínica, a su paciente le hablará de 'ojo vago' —o 'flojo', 'gandul' o 'perezoso', en función de la zona geográfica en la que se encuentre ejerciendo—. En la comunicación entre médico y paciente han de evitarse lo máximo posible la ambigüedad y la imprecisión».

Pero, precisamente esta necesidad de adaptar la ciencia a la calle, lleva a otros laberintos. Adjetivar a un ojo como 'vago', ¿incluye una carga discriminatoria hacia el colectivo de vagos? Se trata claro, de un ejemplo absurdo. ¿O quizás no tanto si el cómo llamamos a las cosas lo moldea todo? El lenguaje médico, subraya Saborido, influye de forma directa en la autopercepción de la salud: «Nombrar una enfermedad la convierte en otra cosa. Cambia la percepción social y cambia cómo la vive el propio paciente», explica. El debate no es solo semántico. El especialista recuerda que algunos términos se mantienen pese a ser poco precisos o cargar con estereotipos, especialmente en salud mental. Ejemplos como «trastorno bipolar», «depresión» o «esquizofrenia» agrupan realidades muy diversas y, a menudo, proyectan imágenes alejadas de la experiencia real de los pacientes —prueben a buscar en un banco de imágenes de internet la palabra depresión y compárenla con la realidad de la patología—.

El debate puede ser acalorado. Incluso a veces parece darse por sentado que cierta incorrección 'compensa' si eso hace más comprensible un problema. Pero a veces el lenguaje popular nos sorprende. Porque no es infrecuente que se produzcan fenómenos poco intuitivos, como el hecho de que la sociedad abrace y haga suyos término que, aparentemente, son extremadamente técnicos y no solo aparezcan en el diccionario de la Real Academia de Medicina, sino también en cualquier conversación de ascensor. Son las expertas en léxico médico de la academia las que, cuando se les pregunta por la complejidad de elegir qué término es más adecuado y cuánto pesan factores sociales, culturales o éticos en esa decisión, confiesan haberse encontrado con estas sorpresas, como cuenta Cristina V. González. «El proceso para la incorporación de un nuevo concepto en el diccionario supone la detección de los diferentes sinónimos o variantes que se utilizan para denominar un concepto. Una vez detectados, los especialistas los analizan desde varios puntos de vista: principalmente, prima el punto de vista científico —la exactitud a la hora de denominar el concepto— y el lingüístico —la corrección morfológica y gramatical del término—. Siempre se trata de fomentar la lengua vernácula sobre los extranjerismos, y los términos más claros o explícitos sobre los que son más difíciles de comprender. En este sentido, damos prioridad a términos como  derivación vascular o derivación coronaria frente a anglicismos como bypass, o a bloqueo motor frente a freezing. Estos anglicismos se pueden encontrar en el diccionario, pero se redirige al término correcto en español y se alerta sobre la conveniencia de utilizar nuestra lengua frente al extranjerismo. En ciertos casos también se analizan los factores sociales, culturales o éticos para evitar los términos que puedan resultar ofensivos o peyorativos. Por ejemplo, el término 'histeria' fue ampliamente utilizado en psiquiatría pero actualmente se aconseja reemplazarlo por otros más apropiados como trastorno disociativo. Ciertos términos que en su día fueron coloquiales, como “orzuelo” o “paperas”, acaban pasando también al léxico científico y viceversa, términos como “resonancia magnética” o “Covid-19”, que en origen fueron puramente técnicos, han pasado al acervo cultural común. El diccionario es fiel notario de estos cambios y los refleja con rigor y claridad», explica. 

El cambio, sostiene Saborido, es inevitable y deseable: «Las categorías médicas son revisables porque los valores cambian con la sociedad. Lo que estigmatizaba hace cien años no es lo mismo que ahora, y dentro de cinco años volverá a ser distinto», afirma. En definitiva, revisar el lenguaje médico no es sencillo. Es, en buena parte, una forma de mejorar la práctica clínica, reducir estigmas y devolver a los pacientes un papel activo en la construcción de su propia narrativa de salud.